jueves, marzo 17, 2011

Heridas de la crucifixión


   Estaba conversando con R sobre las posibilidades del blog. Yo quería ponerle de nombre una palabra bellísima que me enseñaron el año pasado en Barranquilla: Garnatá. La Garnatá.
    —A ver: y ese nombre qué le dice a cualquiera —me confrontó R, siempre tan dado a cuestionarme como si supiera más que yo.
    Lo que yo quería era expresar la definitiva insatisfacción que me producen el mundo y las gentes que lo habitan, las ganas que desde niño mantengo de reconvenir con crudeza a este mundo y a estas gentes. Garnatá es un término de los bajos fondos barranquilleros que significa algo así como una trompada muy fuerte. O, como me explicó mi amigo Danny González, profesor de Artes en la Universidad del Atlántico, garnatá es una “cachetitrompada en reversa”. Ilustró la definición con los bofetones que le pegaba Leonela al tipo ese que la violó y luego la conquistó en la telenovela venezolana tan divertida, la de “aquella noche un vagabundo…”: fuerte y contundente golpe con mano bien abierta y dedos firmes, propinado primero en dirección izquierda-derecha y de inmediato en dirección derecha-izquierda, de manera que el ofensor se convierta en el acto en castigado. Al parecer, en Barranquilla el asunto incluye además la trompada. ¿Cómo lo hacen? Ni idea, con esas cosas de los costeños que yo no logro entender. En esos mismos días estuve a punto de presenciar un ejemplo vivo de cachetitrompada en reversa, cuando una noche en pleno Parque Cultural del Caribe (esa mentira arquitectónica que les han metido a los pobres curramberos) un vendedor de confites amenazó a alguien que lo molestaba: “¡Te vaj a ganá una garnatá!”. Fijé la mirada en el vendedor y su potencial ajusticiado, pero al parecer una amenaza temible es inmanente al término garnatá, de manera que nadie quiere ganarse una y el molestón se retiró en acobardado silencio.
    —Una garnatá es lo que yo le quiero dar todos los días a este mundo —le respondí a R, pero no lo convencí.
    —¿Pero de qué vas a hablar vos en el blog? —insistió. Me hizo dudar.
    Maldito R. Hemos trabajado juntos durante dos años y ha llegado a ganarse mi sincero afecto a pesar de que nunca aceptó que se diera entre nosotros la relación maestro-discípulo que debía darse por lógica. No. Él desde cuando tomó confianza en el trabajo adoptó como actitud el mostrarme que sabía más que yo, o por lo menos que yo no tenía nada para enseñarle. Aparte de esto, es un sujeto de veras brillante y, sobre todo, dueño de una hermosa alma y novio de P, una mujercita inteligente que yo adoro. Así que la discusión con R no se da en el nivel maestro-discípulo, por mucho que mi experiencia en el negocio de la comunicación cultural sea unos quince años más amplia que la suya. A veces es lo opuesto: es él quien pretende enseñarme cómo se hacen las comunicaciones de una entidad dedicada al campo de la cultura. Especialmente cuando me toca agachar la cabeza y pedirle auxilio en asuntos relacionados con los computadores.
    A ver, R, pequeño saltamontes: yo quiero hablar de todas las cosas que me interesan y me duelen, y de las que me producen gozo también. Quiero hincarle el diente al cine, que es de los múltiples haceres de los hombres el que más me emociona y el único al que soy capaz de otorgarle días enteros de mi atención (muchas veces lo he definido como una de las escasas maneras de la felicidad). Quiero hablar de la literatura, esa nave espacial en la que huí del planeta cuando tenía ocho años. Quiero hablar del amor, maldito amor que siempre acaba haciéndome tan infeliz —tan feliz en la infelicidad—. Quiero hablar de la política y los políticos tan chambones. Quiero hablar de los periodistas, mis colegas, casi todos tan deplorables cultores del oficio más hermoso del mundo.
    —Veo, veo —intervine al oírme dar todas estas explicaciones—. Como quien dice, querés valerte de la gratuidad de internet para hacer en un blog la columna que creés debieron ofrecerte en algún periódico y que ningún periódico te dio porque nadie te presta atención.
     —Oigan pues a este —repliqué, ofendido. Tan duro me han dado los amigos (tantas garnatás verbales me he ganado de ellos), que el único al que en la actualidad soy capaz de hablarle con sorna es a mí mismo—. ¿Quién te dijo a vos que un blog puede equipararse a una columna?
    Bueno, de alguna manera un blog, o cualquier espacio en la web, es de hecho más promisorio que una columna en un periódico. Aquí no hay límites (mmm…) y además se le puede llegar a cualquier lector en cualquier parte y cuando sea. El lío, desde luego, es que hay tantos blogs y tan pocos lectores de blogs, todos quieren escribir blogs pero no leerlos, que por muy infinita que sea la red la posibilidad de afectar con tus decires alguna sensibilidad es tristemente escasa. El otro problema es que nadie ha definido aún qué es esto. Ni siquiera figura en los manuales de periodismo, ni siquiera en los de etiqueta para la posmodernidad. Nadie sabe con propiedad qué es un blog ni cuáles son los asuntos que en él pueden abordarse. ¿Acaso se trata de un rodeo por las periferias del ensayo, sin el compromiso de trabajar con la necesaria hondura intelectual del mismo? No creo. No me parece que deba tratarse con ligereza un espacio en el que tantas personas pueden echarse a beber de tus palabras.
    —¿Acaso será tu croniquero sentimental? —traté de ayudarme. Pues sé que siempre acabaré en el marasmo de los sentimientos (una y otra vez no dejo de ser más que un despechado al que mil veces traicionan con inclemente vileza).
    —Sí, sí, sí. Ya ves que tenés algo de razón —acepté, mirándome a los ojos—. En últimas nada me interesa decir en el mundo, fuera del dolor de los amores. Pero aquí seré un poco más generoso con el mundo; le hablaré del dolor de TODOS mis amores: el que me producen los hombres, terribles criaturas a las que he amado con un amor que siempre está triste [la frasecita es de Jean Genet, pero bien que me define]; el que me producen el cine y sus críticos, la literatura y sus falsos cultores, el país que habito, el mundo a cuya destrucción contribuyo. Quiero dar dentelladas y zarpazos, quiero que la sangre que derraman mis heridas sea corrosiva, y quiero fallecer en mi lucha.
    R terció en la esquizofrénica conversación que había venido a presenciar, y seguro lo hizo con la intención de evitar el extravagante espectáculo de verme golpearme a mí mismo:
    —Oíste, ¿vos por qué dejaste de escribir crítica?
    Semejante oportunidad me daba este de expresar una rabiecita que ya va siendo vieja. No respondí que nunca he dejado de escribir crítica. Respondí:
    —Para no tener que vérmelas con editores frígidos o ignorantes, o con los que son peores: frígidos e ignorantes.
    —¿Lo son todos?
    —Desde luego que no. Pero así como no les dirijo la palabra a los que no respeto, los pocos a los que respeto no me la dirigen a mí.
    Además, la crítica ha mutado en oficio de intelectualitos fáciles. Todo el que ve películas una vez cada varios días se siente autorizado para publicar elucubraciones conceptuales. Yo hasta conozco críticos con nombre de cierto peso que ni siquiera ven las películas enteras, o que escasamente ven una vez una película y con ese mínimo esfuerzo consideran que tienen el derecho de hablar. En lo que a mí respecta, jamás me sentiría cómodo escribiendo sobre una película que no haya visto cuando menos dos veces: la primera para el disfrute y el sentimiento, la segunda para el análisis.
    —¿Quiénes te gustaría que te dirigieran la palabra, por ejemplo?
    —Los de El Amante, la revista de Buenos Aires. Yo quería escribir con esa herida en el alma.
    —O sea —volvió el pequeño saltamontes de inicial R—: en tu concepto, para hacer crítica hay que estar heridos de muerte. ¿Eso no convierte el asunto en una especie de inútil venganza?
    —Si leyeras El Amante en sus buenos tiempos, que no son los actuales, verías que no es ninguna especie de venganza. ¿De qué o de quién? Cuando hablo de almas heridas para hacer crítica, me refiero a descreer, a mirar con escepticismo, a no ser amigo de los realizadores y por consiguiente guardar la indispensable distancia. Pero, sobre todo, a escribir con el ardor de quien está en proceso de curarse. En una revista así, yo quiero escribir.
    Nos tomamos un silencio de cerveza. Caí en la cuenta de que al hablar sobre los críticos me adentraba en terreno minado, pues algunos de mis mejores amigos son figuras descollantes del oficio y no estaría bien referirme a su labor: tendría que mentir o herirlos.
    —Yo creo que me va a tocar callar, pues los pocos críticos que más o menos (más o menos) merecen el calificativo de tales en este país son amigos míos, así que carezco de la independencia que se necesitaría para hablar de ellos. Además, el único cuyo criterio me genera verdadero entusiasmo ha venido en los últimos tiempos a tener demasiada conciencia de que es una vedette y ha empezado a actuar como tal: así no se puede, se echan las ideas de uno a perder por la pose.
    Oyéndome hablar, no fui capaz de abstenerme de dar la última dentelladita:
    —Sacando del bulto a los amigos míos, los críticos nuestros en general son frígidos: el cine es arte y se atreven a hablar sobre él como de un producto cualquiera, sin intervención de las emociones, con un sentido mezquino del razonamiento y con una prosa cansada. No se puede, mano. Nunca caen en cuenta de que la crítica es además un género literario y por consiguiente en ella la palabra tiene que ser vital.
    —Les falta la herida —concluyó R. En esas palabras quedaban perfectamente definidos, así que no dije más.

    La conversación prosiguió en otros ámbitos. Desembocamos, cómo no, en el asunto de los amores y el dolor. R era muy feliz —creo que sigue siéndolo— gracias a la existencia de P en su vida. P es el tipo de mujer que yo me levantaría si quisiera estar en asuntos con las mujeres: linda hasta cierto punto, inteligente, incisiva, descontenta, sensible, etcétera. De tal manera que R no podía entender en ese momento por qué yo hablaba del amor/dolor como un mismo hecho… Bueno, pensándomelo mejor, tampoco ha de ser cierto eso de que no pudiera entenderme: acabo de recordar que incluso en los momentos más felices del amor (esos por los cuales vale la pena estar vivos durante ochenta años en esta humanidad más bien asquerosita) uno está atravesado por el tormento de las dudas.
     Bueno, y yo creo que definitivamente a la hora de expresar el incendio que el amor nos provoca en el alma, a un tiempo tan excelso y tan cursi (una condición sin la otra desbalancea la ecuación: excelso sin cursi nos inclina al cinismo, cursi sin excelso nos derrumba en el patetismo), no hay nada de tan rotunda virtud como la letra de un buen bolero o de cualquier buen título de la canción de despecho. ¿Hay algo más efectivo, poema más poderoso, para indicar el celo con que pretendemos al otro, que esa canción que empieza “para que sepan todos a quién tú perteneces, te marcaré la frente con sangre de mis venas. Para que te respeten aun con la mirada”?
    —Mirá, definitivamente para expresar el dolor de los amores no hay recurso más efectivo que el melodrama.
    —Claro que sí. El melodrama es la única manera de decirlo: porque en este dolor no nos queda otra opción que gritar.
    —Lo que pasa es que hay que cualificar el melodrama, ¿no?
    —¡Pero por supuesto! Es lo que hace Almodóvar en el cine. Lo que ya hace cuatro siglos había hecho Shakespeare en la tragedia.
    —Y hasta don Quijote, ¿no? ¿Puede haber algo más melodramático que inventarse a la heroína, nada más que para cumplir la enamorada condición de la caballería andante? ¿Hay algo más cursi, más bellamente cursi, que los suspiros de don Quijote inventándose a Dulcinea a partir de la burda Aldonza, recostado bajo un arbolito en alguna pradera de La Mancha? ¿Denominarse a sí mismo el llagado de amor?
    El romance terminó en la literatura de nuestra época, por lo que para hallarlo, para encontrar la tragedia del dolor que nos infligen los amores, tenemos que ir al cancionero romántico. Aunque, por supuesto, no a todo él. Digamos el mejor bolero y lo mejor de los ritmos que le son afines. Digamos que esa magnífica confluencia de música y palabras que es la canción en su mejor momento.
    A todas estas, y no por casualidad, sonaba en el computador la Chavela, Chavela Vargas, esa vieja que lo hace desear a uno estar hondamente despechado nada más que para azogarse con el veneno de su voz vetusta. Había estado canturreando todo el tiempo que duraba mi conversación conmigo y con R y por eso yo andaba tan sensible, pero faltaba el estímulo definitivo para hacerme comprender de qué iba mi asunto con el blog. Entonces empezó esa guitarrita escueta que antecede la más bella de sus interpretaciones: la que hizo de A prisión perpetua, de Cuco Sánchez, en aquel concierto de Madrid en 1993. Yo tengo la grabación, me la obsequió la otra P de mi vida, Patricia, Lidita, Lida Patricia amor mío, Lidita del Corazón. Empieza esa voz hermosamente cascada y todavía capaz de todos los matices y toda la sorna: Como el tiempo pasa, envejeciendo todo. Como el sol acaba por secar las plantas. Como el viento en forma de huracán destruye: así tú acabaste con todita mi alma… No la acompañan sino unas cuerdas, discretas, es toda la música que se necesita porque la fuerza de la canción está en la letra y en la voz de Chavela llagada de amor.
     —¡Esto es lo que yo quiero! —le grité a R. Volé a servir unos rones. Ya no íbamos a parar hasta que estuviéramos rodando por el suelo, convulsionando de despecho. Recordé el pasaje de mi novela Mártires del deseo en que los protagonistas, derrotados al fin por las garnatás que Amor les propinaba durante trescientas páginas, se refugian en el infierno de los enamorados y armados de licor y Chavela se disponen a dar rienda suelta al dolor. Como en la novela Nicolás y David, nos estuvimos en silencio y la anciana despechada se adueñó del ámbito, para definirnos de pronto con la más contundente de las pinturas:

C
o
m
o

a s í   e r a                   m i   a l m a

f
i
e
r
a

h
e
r
i
d
a

Pero tú llegaste
y ante ti soy nada

Y por eso este blog se llama así. Como fiera herida. Y para que se tenga conciencia de que no es el título de un melodrama, este es el eslogan: “La vida con sentido crítico”.



Eternidad de los gatos

A Florentino, en el primer día de su perenne ausencia     Los gatos navegan el tiempo como las madres antiguas                ...