lunes, abril 04, 2011

Cartagena y dos películas con niños

     Ese jueves me encontré en el acceso al centro de convenciones con varios personajes de la Universidad de Antioquia y del mundo cinematográfico de Medellín. A todos nos marcaba las facciones una suerte de expectativa; creo que casi todos esperábamos que las cosas salieran muy bien; que, sobre todo, la película estuviera muy bien.
     Hacía varios años que el Festival no se inauguraba con una película de nuestra ciudad. Estábamos emocionados. Además teníamos ese aspecto grave de los que no saben si van a lograr estar en el escenario y con las luces dispuestas a favor de cada quien: el chorro del proyector para los que ansiábamos ver la película; los de las cámaras de televisión o el seguidor del auditorio para los más faranduleros. Varios esperaban a “Carlos”. ¿Cuál Carlos?, le pregunté a un vampiro que me preguntó si lo había visto. Respondió: “Carlos César Arbeláez”. “No, no lo he visto”, respondí. Yo esperaba a una tal Jimena, encargada en la organización del Festival de entregarnos las escarapelas a los que, culpa de Aires y demás tiranos del cielo, no habíamos llegado a tiempo para reclamar las acreditaciones en horario de oficina. La chica no aparecía. Los funcionarios a los que recurríamos decían haberla visto dando vueltas por allí y esperar su llegada en cualquier instante. Pero no llegaba. Lo peor era que ya en la taquilla no quedaban boletas para la inauguración: Cartagena 2011 iba a abrir con Presidente de la República a bordo.
     Álvaro Uribe Vélez jamás vino al Festival. El cine le era tan indiferente como todo aquello que no fuera un motivo para la guerra. Escasamente enviaba mensajes destinados al catálogo, compuestos por funcionarios anodinos que lo mismo escribían sobre ferias de pueblo y desfiles de modas. En su primer febrero como Presidente, Uribe “escribió” entusiastas parabienes, entre los que se incluía la profecía de que Cartagena iba a ser alguna vez el evento cinematográfico más importante del continente. Resulta un tanto irónico el que durante sus dos mandatos el Festival si acaso no desapareciera y que nada más irse el guerrero y desmovilizador de falsos paramilitares, algo ocurriera en los cielos y muchos astros confluyeran para que aquí las cosas empezaran a salir bien. En la edición de 2011, por primera vez en décadas, Cartagena parecía un festival importante. Incluso venía a inaugurarlo el nuevo Presidente de la República, Juan Manuel Santos*. Y esta era la razón por la cual la burguesía local se había volcado a comprar todas las entradas: suele ocurrir que las inauguraciones cuando hay Presidente y las clausuras porque se entregan premios y está la farándula, se llenan de señoras costeñas que impiden la entrada de la gente interesada en el cine y abandonan en masa el auditorio no más acabarse la ceremonia, insatisfechas siempre porque en estos eventos no hay estrellas ni garbo. 
     —¿Sabés si ya llegó Carlos César? —me preguntó una colega de la Universidad, Patricia Nieto, a la que admiro mucho. Creo que ella estudió con el director. Yo también lo hice. Durante algunos semestres de la carrera me crucé con él en materias. Creo. O no estoy seguro, el caso es que lo vi en la universidad cuando ambos soñábamos con el cine: él iba a deslumbrarnos algún día con una obra muy bella, yo iba a ser siempre un espectador simple, riguroso y compulsivo, de esos que ven hasta las películas de Dago García y Harold Trompetero y no se salen de la sala ni siquiera cuando los ofenden con adefesios como La otra familia. Las palabras que durante todo este tiempo he hablado con Carlos César no suman cien, y eso que por lo menos dos veces cada año nos encontramos, primero en Cartagena y luego en Santa Fe de Antioquia, los festivales que ambos frecuentamos, y en cada cruce hay algún saludo. Año a año hemos visto a Carlos César luchar por su película, tenerla a punto, enfrentar obstáculos, postergarla, no rendirse, hasta que de pronto las cosas se dieron y empezamos a saber que Los colores de la montaña se iba a filmar por fin, y que se había filmado en un área rural del suroeste de nuestro departamento, y que la posproducción marchaba con agilidad, y que empezaban a darse los premios, y que iba a abrir Cartagena. En diciembre, en Santa Fe de Antioquia, cruzamos la mitad de esas cien palabras. Por primera vez me permití una cercanía y le expresé lo muy contentos que estábamos todos de que su película se hubiera enrutado por el sendero de los festivales, los premios, los buenos augurios. Digo ‘todos’ para referirme, sin que nadie me nombrara su vocero, a nuestra generación entera. Por eso tantos de nosotros estábamos esa tarde en Cartagena.
     —No, no ha llegado Carlos César —le respondí a Patricia. Fuera del centro de convenciones no quedaba sino un grupo de periodistas no acreditados que rogaban se les permitiera entrar, con la promesa de que iban a grabar las palabras de Santos y abandonar el recinto al instante. Pensé lo que sé de ellos: el trabajo lo harían sus grabadoras. Ellos irían luego a sus emisoras, editarían de carrera y contarían al mundo entero que el presidente de Colombia prometía esto y aquello para el cine y que la Primera Dama venía a inaugurar tal obra para las familias afectadas por el invierno de principios de año. No les costaría cumplir la promesa de retirarse tras el discurso. La mayoría de los periodistas no tiene interés alguno por el cine ni por nada que no signifique estar cerca de un personaje con poder. Miré al cielo, pero no para rogar a Dios que en el futuro nos envíe mejores sujetos para ejercer el noble oficio del periodismo, sino para mirar el helicóptero presidencial que cual ángel extraviado daba vueltas sobre el barrio de Getsemaní. 
     Mi llegada tarde estaba consumada y Jimena no aparecía. No quería agregar un problema a Carlos César cuando llegara y tuviera que tramitar la entrada de sus amigos, así que me fui no para la playa, que increíblemente en la ciudad más turística del país, y una de las más celebradas de todo el Caribe, permanece cerrada en las noches. Después de las siete el que se aventure por allí se expone a ser extorsionado por algún policía. Me fui a conocer a mi primo Álex Botero, que está viviendo en Cartagena y era, de mis 37 primos, el único con el que jamás había cruzado una palabra. Pero, como diría Michael Ende, esa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.
     Los colores de la montaña estaba programada dos veces más en el Festival, pero decidí no verla allí. Total, en quince días sería su estreno comercial y esas dos funciones me servirían para ocuparme de títulos que luego no llegarían a Medellín. Además me gustaba la idea de verla en función comercial, pagar boleta y sumarle al consolidado de espectadores. No fue así, sin embargo. Acabé viéndola en el Centro Colombo Americano, con el director, los niños protagonistas y los periodistas de mi ciudad, y no pagué boleta para entrar, aunque sí puedo decir que le he aportado cuando menos diez espectadores y espero aportarle otros tantos con la escritura de este post. Hay que ver esta película. Hay que verla por el motivo mayor de que es una hermosa obra del arte cinematográfico, pero también porque es una inteligente y sensible reflexión sobre lo que les hace el conflicto que vivimos en Colombia a los habitantes más desprotegidos.
     Primero un sistema corroído en sus bases morales, que arrincona y excluye, un Estado que no cumple sus deberes; segundo unos grupos guerrilleros que en algún momento de hace demasiados siglos intentaron luchar contra el deplorable estado de las cosas y acabaron convertidos en máquinas de masacrar inocentes; y tercero unos grupos paramilitares, autodefensas o como quieran llamarlos quienes los protegen y fortalecen desde las más altas instancias del poder. Todos ellos se merecen unos a otros: el Estado merece a la guerrilla, la guerrilla merece a los paramilitares, los paramilitares merecen a la guerrilla que les teme y al Estado que dice combatirlos. El único que no merece a ninguno, y que los padece a todos, es el pobre pueblo de este país. Esos señores que resisten en sus parcelas mientras son acosados para que se plieguen a una guerra en la que no quieren participar. Esos niños que tarde o temprano tendrán que desplazarse, desarraigarse, perder a sus amigos. Y aquí viene el que el director sostiene es el tema principal de su película: la amistad. La pérdida de los amigos y la pérdida de la inocencia a una edad en que todavía esos niños deberían estar jugando en el campo, dibujando murales en su escuela, poniéndoles nombres a los terneritos recién nacidos y acaso considerando la idea de enamorarse por primera vez. Todo esto es lo que nos muestran tan hermosamente, tan trágicamente, en Los colores de la montaña, y no sobra reiterar que lo hacen en un estupendo producto cinematográfico.
    Habría que destacar el trabajo con los pequeños protagonistas. Los niños son un peligro mortal para los realizadores de cine, especialmente los latinoamericanos, quienes casi nunca saben cómo manejarlos. O los muestran tarados, como en La otra familia, o en casos remotamente similares al de Los colores, verbigracia Voces inocentes de Luis Mandoki (México, 2004),  los convierten en recitadores de discursos que nadie se cree. En la película de Carlos César Arbeláez se nota un trabajo pulcro, desde el casting y el posterior entrenamiento, que él cuenta fue exhaustivo, hasta la puesta en escena de un guion, más que escrito, pensado para que los personajes pudieran ser ellos. Esto es, que pudieran ser a la vez niños colombianos del campo y personajes de una película. Porque no se debe olvidar que, aunque trate de parecerlo, el cine no es la realidad, y los personajes tienen el difícil compromiso de parecer reales sin dejar de ser entidades de una forma de representación artística que pretende mostrarnos los más recónditos pliegues del alma humana.  
     Todo lo contrario ocurre con la otra película latinoamericana de temática infantil presente en Cartagena y que, al igual que la de Carlos César, llegó poco después a cartelera. Hablo de la aquí varias veces mencionada La otra familia del mexicano Gustavo Loza. En ésta, el conflicto social que afecta al pequeño protagonista es de un carácter muy diferente al de la colombiana, si bien, desde luego, ese tipo de conflicto también se presenta en nuestro país y de hecho tiene en la actualidad una vigencia tremenda. Se trata del maltrato a los niños, en primera instancia, y como resultado de ello la posibilidad de que un niño sea adoptado por una pareja de homosexuales.
     Un tema importantísimo. Nada menos, en Colombia estamos a la espera de que la Corte Constitucional se pronuncie sobre la viabilidad legal de que esto suceda. En este sentido podría uno pensar que la película de Loza viene en el momento más oportuno a hacer un aporte significativo a la discusión sobre el tema. Yo diría que no. Para comenzar, porque si bien el mensaje que nos transmiten es que en determinada circunstancia el hogar conformado por dos homosexuales puede ser la mejor opción para la educación de un niño (esto es cierto, y es maravilloso que la película así lo postule), también es cierto que aquí nos proponen un modelo de familia homosexual que en realidad es paradigmática de algunos de los peores defectos del mundo lgtb: la exclusión de los pobres y los feos basada en el éxito económico, en la belleza y en la alcurnia social de los privilegiados. Pero, bueno, ni siquiera en esta trampa conceptual es donde radica el peor defecto de La otra familia.
Si en la película de Carlos César Arbeláez puede uno entusiasmarse con el manejo que se da a los asuntos de los niños protagonistas y por el tratamiento digno que se les ofrece como personajes, en la de Gustavo Loza ocurre lo opuesto. Hendrix, el niño de siete años en torno al cual se desarrolla el drama, no es, ni parece ser, un niño de carne y hueso. Bien mirada su trama, La otra familia no hace sino repetir el esquema predominante no en el cine sino en la industria de la telenovela mexicana: unos personajes de gran pobreza intelectual que se desuellan unos a otros por la paternidad de un niño al que nadie respeta, y que para seducir a los espectadores más incautos es convertido en un muñequito de felpa. Hendrix no es tierno; es estúpido. Para colmo, cuando la proyección terminó en el centro de convenciones y salieron los del equipo de producción a contar detalles de su película, y el director reveló que el pequeño actor era en la vida real su propio hijo, el público, por incauto emocionado hasta el tuétano, se levantó a aplaudir y vitorear. Emociones fáciles, demasiado fáciles, son las que provoca La otra familia. Y mucha rabia cuando lo que uno espera es que le cuenten bien, con dignidad, una buena historia.   
    Hay que ver Los colores de la montaña. También hay que ver La otra familia. Para, con la primera, emocionarnos. Con la segunda, indignarnos. Con ambas, reflexionar.

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*Este señor me desconcierta bastante. No entiendo cómo se las arregló para actuar durante toda su vida pública como un personaje contrario a cualquier manual de ética y sin embargo lucir —hasta ahora— como un gobernante extrañamente acertado. No sé. No quiero que me deje de caer mal, pues la experiencia me indica que nadie que se alimente del poder cambia para bien. Pero ha logrado un efecto que hasta las elecciones me parecía inconcebible: casi me simpatiza, casi creo que, incluso desde su perspectiva de plutócrata, tiene buenas intenciones. Casi. Efectos de la propaganda, pues.  

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