lunes, julio 18, 2011

Ye, no sigas sintiendo que soy arbitrario

Una alumna de ojos azules y buena escritura me dirigió una carta en la que me decía cuánto me quería y cuánto también a veces me odiaba. Varias razones tenía para el segundo sentimiento, pero la que más me movió a reflexión y tristeza fue esta: me acusaba de ser a veces arbitrario. A veces, aclaraba ella y enfatizo yo. La arbitrariedad es uno de los usos más despreciables del autoritarismo, y a lo largo de mi vida en la academia, en el periodismo, en la familia, en la literatura y hasta en el sexo he hecho lo posible por no cultivar actitudes que me conduzcan a ella. Pero ahí ves, uno es uno para uno y otro para los que lo observan. Aparte de democrático y unas cuantas virtudes que me esfuerzo por poner en práctica, mis estudiantes consideran que soy un poco arbitrario.
La llamaremos Ye, de acuerdo con la costumbre de este blog de no dar señales que puedan conducir a la plena identificación de los sujetos que en él tienen intervención. Ye, por su primer nombre. El caso es que esta Ye, por lo general una estudiante bastante bien puesta en un grupo de estudiantes bastante bien puestos, de vez en cuando aparecía con actitudes que yo interpretaba como consecuencias un poco molestas del clima de libertad que había logrado generar en clase, pero que su carta me aclaró como desafíos juveniles a un poder a veces opresor. Por ejemplo, esa ocasión en que estuve a punto de salirme de casillas, agarrarla del pelo y sacarla del aula: Ye jugaba con un trompo y continuaba haciéndolo a pesar de mis sutiles señales de que ya era suficiente; persistió hasta el punto de sentarse en la mitad del salón, en el piso, y atraer la atención de los otros estudiantes. Me estaba desafiando, a mí, el a veces arbitrario. El desafío estuvo a punto de culminar en un llamado mío a los “robocops” —el oscuro escuadrón antidisturbios que insulta a la universidad con su presencia constante— para que vinieran por esta muchachita que jugaba con un trompo a pesar de que yo le indicaba, con la mínima calma de que aún disponía, que estaba perturbando la clase. Los robocops se hallaban lejos, no porque ese día no tuvieran ganas de gasear y golpear universitarios, sino porque el grupo de Ye estudia en una de las seccionales que la universidad ofrece en las regiones del departamento, así que para el desafío de Ye no me asistían otros recursos que la paciencia o el insulto. De lo que en últimas hice se enterarán los nietos de Ye cuando ésta les cuente viejas historias de abuelita ojiazul.
Hoy he estado pensando en lo duro que la vida con frecuencia te abofetea.
En serio digo que detesto la arbitrariedad. Sobre todo en la cátedra, donde es especialmente nociva. La única persona a la que he llegado a odiar en este mundo era una profesora que en aquella universidad de Bogotá nos daba dizque Relaciones Humanas. Esa señora, cuyo nombre no escribiré para no mancillar este espacio y de paso para evitar una posible demanda por difamación —si es que el buen Dios no ha tenido el tino de llamarla a su lado—, concebía las relaciones humanas en la carrera de Comunicación Social y Periodismo como una continuada imposición de dinámicas de integración y lectura de espantosos libros de autosuperación que los estudiantes estábamos obligados a elogiar. Los bobos la adoraban. Yo la odié minuto a minuto durante los dos semestres de 1991. En el primero prevaleció mi dignidad y, por supuesto, reprobé con una nota mínima (el único elogio que le debo a esa ilustre dama; caer en desgracia con un tirano ha de ser siempre un motivo para enorgullecerse de uno mismo). En el primer minuto de la primera clase del segundo semestre, la vieja me cubrió con sus ojos bondadosos y, con esa voz meliflua de las señoras estrato seis que se esfuerzan por parecer nobles aunque la pobre humanidad las mata de asco, me dijo: “Tú ya tienes perdida la materia”. Eso me dijo, usando el mismo tono que usaría uno para contarle a alguien a quien ama que Uribe jamás será presidente de nuevo. Yo era diplomático de la República y no me convenía seguir reprobando cursos, menos uno tan apartado de cualquier estímulo para el raciocinio, así que respiré hondo, contuve la borrasca de adrenalina que me desbordó el sistema nervioso y guardé silencio. La profesora era esposa de uno de los dueños de la universidad, por lo que no había lugar a acudir a esas instancias que las instituciones serias disponen para la defensa de los estudiantes. No me quedó otra salida que poner en práctica mi oficio: la esperé hasta el final de la clase y le propuse un pacto de paz en el que los dos resultamos favorecidos. Ella ganó otro bobo para sus dinámicas de integración y sus libracos de autosuperación, yo me di el gusto de obtener su afecto en unas pocas sesiones y dejar de asistir a su espantajo de clase el resto del periodo académico. De los arbitrarios es fácil burlarse. Les das un poco de gusto y su voluntad te pertenece… Pero produce tanto asco, de todas maneras.
Cómo acabé dejando la diplomacia, es una historia que el único amigo que aún conservo en ese mundo ha amenazado con relatar en una biografía no autorizada que algún día publicará si llego a ser importante. Pierde su esfuerzo de ardua recopilación de datos, pues hace tiempo decidí no serlo. Nunca más, ser un funcionario de traje barato y castradora corbata. Jamás, un individuo de arrolladora presencia. El caso es que al año siguiente estaba yo de regreso en mi ciudad, en mi universidad y en mi carrera, en las que me ha ido tan mal como me habría ido en el circo de la corbata y la inutilidad, pero en las que he sido tan felizmente desdichado.
Volviendo a Ye y sus compañeros, no quiero que una característica negativa sea la que prevalezca en nuestra memoria. No con ellos. Por esa tendencia que tengo a ver el lado oscuro de la Luna incluso en los instantes plenos de felicidad, con más frecuencia de la que le conviene a la literatura me sumerjo en unas hondas melancolías de las que no logran rescatarme sino dos cosas. Una es el cine, como ya tantas veces he cacareado. La otra son los estudiantes. En diez años he tenido a mi cargo unos cincuenta grupos y siempre, siempre, ha ocurrido que toda desazón se disipa en el momento en que ellos arriban al aula y ocupan sus asientos. La única excepción fue aquella oportunidad en que descubrí que varios habían incurrido en plagio. Esta práctica es abominable sobre todo en el periodismo, oficio del que se espera que ofrezca luces en el tránsito de la humanidad por las tinieblas de la historia. Su acción me producía tanta vergüenza por ellos mismos y por nuestra carrera, que en la sesión siguiente al descubrimiento del plagio no fui capaz de dar la clase: les leí un esclarecedor artículo en el que el (grande) escritor Óscar Collazos hablaba de la miserable acción de copy/paste en los tiempos de la revolución informática y despaché a los estudiantes para donde quiera que la vida los fuera a llevar ese día. Al viernes siguiente me tocaba clase con el grupo de Ye y la contrariedad continuaba. Llevé el artículo, lo leí y eché un discurso. Aspiraba a darles por anticipado una lección sobre lo imperdonable de practicar el plagio y en general todas las formas de robo de propiedad intelectual, pero no me daba cuenta de que ellos no requerían dicha lección. Esas prácticas no cabían en su imaginario. Ye admitió en su carta que a pesar de momentos como ese, en que, atrabiliario, traumatizaba a media clase, las cosas entre ellos y yo seguían funcionando. Y yo comprendí que no solo el grupo de Ye: la mayor parte de los estudiantes de periodismo de mi universidad no tiene tratos con el plagio y sus derivados.
Ye, pequeña, deja ya de pensar que a veces soy arbitrario. Que mi ánimo se dispare en ocasiones y vague por los países del ensueño solo es consecuencia del hecho de que hace tiempo descubrí una cosa que Proust dijo bellamente en alguno de los tomos de su tiempo buscado; aquello de que debemos cultivar algo de locura para que la realidad se nos haga soportable. El mundo es hermoso y la humanidad lo degrada. No podemos escapar a la condición de humanidad que nos rige desde cuando el dos por ciento de nuestro ADN nos separó de los simios. Enloquezcamos un poco —un poco, no más—, practiquemos el correcto hábito de despreciar a los arbitrarios y contemplar los atardeceres, y estudiemos como niños buenos para que algún día dejen de ser los malos quienes tengan el mando. Y cuando estés en el lado oscuro de la Luna, levanta la mirada: te compensarán los ojos con la visión de un cielo mil millones de veces estrellado.

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A Florentino, en el primer día de su perenne ausencia     Los gatos navegan el tiempo como las madres antiguas                ...