sábado, marzo 03, 2012

My own private Ficci

HÉCTOR BABENCO FUE UN PENDEJO, ÁLEX DE LA IGLESIA ESTUVO GENIAL Y UNO DE LOS 110 HOTELES MÁS BELLOS DEL MUNDO ESTÁ INFESTADO DE ZANCUDOS

Creo que una de las razones por las que desearé morir pronto es mi creciente dificultad para comunicarme con el mundo. Me ocurre todo el tiempo últimamente: personas con las que creo haber establecido un diálogo fructífero, agradable y respetuoso, de pronto se sienten fastidiadas y, me temo, agredidas por mí. Supongo que se debe a mi voz lenta, a mi lenguaje más ceremonioso de lo que me gusta (Lidita me acusó de hablar como una obra literaria) y a la cara de no creerle a nadie que traigo puesta desde cuando dejé de creerle a la gente que habla mucho (que es casi toda).
Me sucede todo el tiempo y los ejemplos varían en importancia y en capacidad de mortificarme. No el más reciente, pero sí el más llamativo de los últimos, ocurrió el domingo, cuarto día de un festival que venía siendo magnífico. Desde cuando vi en la página web que traían a Héctor Babenco para hablar sobre cine y literatura, decidí que en torno a esta charla giraría mi viaje a Cartagena. Por esta época soy monotemático. No me interesan más que el cine y su relación con la literatura, pues ando inmerso en la preparación de ese libro. Y Babenco, sin ser un genio, ha hecho unas cuantas películas dignas de recordación —Pixote¸ 1981, digamos; Carandiru, 2003, digamos—, de ellas una que otra adaptación literaria —la muy reconocida El beso de la mujer araña, 1985, y la más reciente El pasado, 2007—. Hice la cola de rigor para ingresar al auditorio de la Cooperación Española, sede de la oficina de prensa y de los espacios académicos, me armé de grabadora y paciencia, y esperé. El conversatorio duró hora y media y, contrario a lo que yo esperaba por el personaje y el moderador, no pasó de ser un banal anecdotario en torno a las películas de Babenco: que si Manuel Puig fue ingrato porque no le hizo comentario alguno sobre su versión de El beso de la mujer araña, que si Gael [García Bernal, uno de los divos del Ficci este año] estuvo bien puesto en el acento porteño de su personaje de El pasado, en fin. Pienso que la manera de mostrar respeto a un maestro es permitirle que hable en serio y que a la vez él le debe a su público el respeto de hablarle en serio, anécdotas incluidas. Además yo necesitaba que ampliara el tema. Por eso, cuando se le dio palabra a la audiencia me apresuré a preguntarle qué método seguía a la hora de adaptar una novela. “No existe método”, respondió, mitad en argentino mitad en portuñol, como habla él debido a que muy joven se fue de su país para Brasil y entre las dos patrias ha realizado su obra. Insistí en preguntar cómo hacía para adaptar un libro, insistió en simplificar el asunto diciendo que no hay método. Callé mi colombiana jeta y esperé a que terminara el conversatorio. Entonces me acerqué con toda la sumisión que pude y levantando el seño para no parecer enojado o agresivo. “Maestro”, me dirigí a él, ya a solas en medio de la multitud que solo quería tomarse fotos con el personaje, y a continuación le expliqué: que escribo un libro sobre las relaciones entre el cine y la literatura en Colombia, que por extensión me interesa saber todo lo que cualquiera que haya hecho adaptaciones en el mundo pueda decir al respecto, que les he preguntado a muchos realizadores, que la mayoría niega la existencia de un método pero explican, por ejemplo, que leen la novela original tres o más veces, la hacen a un lado y escriben el guion, que otros hablan de procedimientos elaborados como la traducción del universo literario al universo cinematográfico, y que, en síntesis, me gustaría que me contara cómo lo hace él. “¿Usté tiene internet?”, preguntó. Pensé que me iba a dar su dirección para que le escribiera y así ampliar el diálogo más adelante. Pero dijo: “Métase a Google y busque. Que no sea otro el que le haga su trabajo en una grabadora. Haga usté su trabajo”.
No soy amigo de los escándalos ni de las peleas, ni me gusta insultar a nadie aunque haga méritos como este señor. Lo que más rabia me da es que en momentos como ese no me vienen las palabras. Me bloqueo. Apenas atiné a responder: “Estoy haciendo mi trabajo, precisamente”. Y pensé: “Qué va a saber este pendejo todos los años que llevo investigando este tema, todos los libros que he leído, toda la gente a la que he indagado, cuántos maestros han respondido sin la grosería de él; qué va a saber en definitiva que más allá de su ombligo egomaníaco hay gente que trabaja también”. Le di la espalda y me largué, deseando que la cena le produjera una indigestión.
Superé mi rencor dos días después, cuando lo encontré en el teatro Heredia viendo la excelente La voz dormida del español Benito Zambrano (otra adaptación: de una novela de Dulce Chacón, sobre las mujeres torturadas y fusiladas en la posguerra civil). Babenco estaba a solas y callado. Escuchó la desprevenida charla de Zambrano con el público, igual que hice yo, e igual que yo se abstuvo de insultar a alguien. Por demás, solo tengo para decir que el brasilero-argentino trajo también su adaptación de la novela de Alan Pauls —la ya mencionada El pasado—, la cual se desarrolla con soberbia virtud hasta faltando una cuarta parte del metraje, cuando se desvía por un camino de soluciones absurdas que no se le creerían ni al personaje de Glenn Close en aquella enfermiza Atracción fatal (1987).
Dos noches antes de nuestro desafortunado diálogo, yo había renunciado a ver en pantalla gigante el clásico de Babenco. El beso de la mujer araña me interesa por dos motivos en esta época: por ser adaptación literaria y porque su temática es afín a la de la novela que estoy escribiendo. Sin embargo, se cruzaba en horario con un título que será más difícil ver en el futuro: Violeta se fue a los cielos del chileno Andrés Wood. Opté por esta, claro. Wood es un director del todo confiable, con al menos dos títulos entre lo destacable del cine latinoamericano reciente: Historias de fútbol (1997) y Machuca (2004). Ambas han llegado por los caminos extraños de la distribución a nuestra cartelera, lo que es extraordinario en un país que no suele mirar lo que hacen sus vecinos. Violeta fue leal a las expectativas que genera su director: una hermosa, conmovedora, cruda biopic de la legendaria cantante y compositora Violeta Parra. Creo que esta película, junto con una colombiana totalmente inesperada, fue de lo mejor que vi este año en el Festival de Cartagena. La colombiana es Jardín de amapolas de Juan Carlos Melo Guevara. Una auténtica sorpresa, pues Melo hizo su película por fuera de los centros de la cinematografía nacional —Bogotá, Medellín, Cali, la Costa Atlántica—, lejos, allá en el sur, ni siquiera en una capital sino en una ciudad secundaria: en Ipiales, Nariño, a mil kilómetros de donde uno esperaría que hubiera alguien haciendo buen cine. Ya desde la producción, la fotografía y, más llamativo, las actuaciones y la solidez de la historia narrada, Jardín de amapolas sorprende, entusiasma. Conmueve. La estaban proyectando en digital, como ocurrió con un buen porcentaje de la muestra —los festivales van hacia lo digital, es inevitable—, y el público estaba del todo enganchado, hasta que ocurrió uno de esos accidentes que lamentablemente aún entorpecen la favorable evolución de Cartagena: la película enmudeció. El público esperó un rato. El director y los actores protestaron. La proyección se detuvo. Se devolvió más de lo necesario, se reanudó el sonido… y volvió a apagarse en el mismo punto de antes. Ocurrió justo en el clímax de la narración. Parte del público pidió que se terminara así, para al menos ver lo que sucedía con el niño y los dos adultos que huían de los sembradores de amapola y del fuego. El director, cuerdo y supongo que un tanto enojado, negó el permiso para este exabrupto. Urge que Jardín de amapolas llegue a la cartelera, para ver su desenlace. Y para que el público colombiano pueda acudir al hallazgo de esta admirable muestra de lo que se puede hacer con talento y voluntad.          
El del sonido fue un problema lo bastante extendido para que algún crítico hiciera el chiste macabro de que el de Cartagena se ha convertido en el segundo festival de cine mudo más importante del mundo (después del de Bolonia, Italia). Ocurrió en repetidas ocasiones en el Centro de Convenciones, en el teatro Heredia y en el multiplex del Caribe Plaza, pero casi siempre el problema se resolvió pronto. Súmese a esto la errónea decisión de hacer la proyección inaugural al aire libre, adaptando con un impresionante andamiaje el espacio adyacente a la Torre del Reloj y teniendo todo dispuesto para el lucimiento, menos lo principal: la pantalla. Esta se la pasó bailando al compás de la brisa y opacándose por las múltiples fuentes de luz que la iluminaban, por lo que se deslució la muy promocionada sorpresa que abriría Cartagena 2012: Chocó de Johnny Hendrix Hinestroza. Una película que dividió al público entre quienes clamaban que se trata de un sencillo hito de nuestro cine y quienes se declararon decepcionados por la ausencia de una historia sólida. Siempre complaciente con el cine colombiano, estoy en la mitad: no me conmovió, pero tampoco me defraudó. Chocó se puede ver y disfrutar, se puede reflexionar a partir de los asuntos que trata —la marginalidad de ese territorio, el maltrato a la mujer, la abnegación de la misma y un pequeño etcétera—, pero también se le pueden discutir las falencias de su puesta en escena y las debilidades de su argumento.
¿Qué pudo defraudarme en Cartagena 2012? Algunas cosas me molestaron, como la torpeza del sistema de ingreso a las salas, que por el interesante experimento de hacerlo gratis para el público llenó funciones con familias enteras que iban solo a comer crispetas, aburrirse y retirarse a poco minutos de iniciada la proyección, mientras los verdaderos cinéfilos tenían que resignarse a no ver las películas; que no permitieran intercambiar material informativo en los alrededores de la sala de prensa o que el señor de los tintos te negara el servicio porque a tu escarapela le faltaba un sello (con lo difícil que es conseguir un buen café en el centro amurallado y la agonía que le entra a uno en el gaznate y en el espíritu cuando arrecia la necesidad de cafeína). Quizá me defraudaron algunos desencuentros con personajes del afecto a los que deseaba ver, pero estos son materia de otras memorias y además constituyeron minoría frente a los encuentros afortunados.
El sentimiento es el opuesto a la desazón: el de Cartagena por fin ha tomado su lugar de festival de cine más importante de cuantos se realizan en Colombia y nos da ejemplo de cómo se hacen las cosas. Allí confluimos todos. He asistido a él durante diecisiete años seguidos y como cinéfilo tengo mucho que agradecerle, pero apenas en los últimos tres años ha emprendido el camino de la excelencia. Parece que la vinculación de Mónika Wagenberg en la dirección, Lina Rodríguez en la gerencia y Orlando Mora en la selección de películas está funcionando. Ellos, por supuesto, no están solos. Todo en el cine, incluso los festivales, es trabajo de equipo. Pero un equipo sin una guía adecuada es un barco destinado al naufragio o, cuando menos, a la deriva. A uno le alegra después de tanto tiempo aplaudir los aciertos más que reprochar las falencias, porque los primeros superan en avasalladora proporción a las segundas.
Llegados a este punto, mi apunte final. Álex de la Iglesia. No soy de esperar mucho de las personas que están detrás de las obras, así que ni siquiera me había planteado la idea de buscar a este señor, cuyas películas suelen gustarme bastante. Sin embargo, se me presentó la oportunidad de colarme en la entrevista que le iba a hacer una revista nacional. “Parece que está muy estrellita”, dijo alguien para indicar que debíamos apurarnos a llegar a la cita, disponernos a esperar quién sabe cuánto tiempo y prepararnos para un personaje difícil. Recordé a Juan José Campanella, el director argentino ganador del Óscar 2010 por El secreto de sus ojos, que en diciembre dijo en Santa Fe de Antioquia: “No hay que trabajar con personas difíciles. No hay que ser difíciles”. Un tipo magnífico, de esos que a la vez tienen obra y encanto. Dijo muchas cosas en una larga entrevista que le hice y en el taller que impartió durante nuestro festival a jóvenes realizadores colombianos, pero lo que más se me quedó grabado fue esto. Lo dijo en un entrañable tête à   tête con el público, en el parque de La Chinca: “No hay que ser difíciles”. Eso fue en diciembre y desde entonces lo tengo como una máxima personal. Armado de este pensamiento acudí a la cita con Álex de la Iglesia. Estaba hospedado en un hotel del sector amurallado que se anuncia en internet como uno de los 110 más bellos y uno de los tres mejores hoteles de encanto del mundo (no sé lo que son los hoteles de encanto). Eché un vistazo rápido. Una hermosa casona de la época colonial, que perteneció a un conde. Bien restaurada, pero… oscura, un poco descuidada ya. Pensé que ojalá no fuera cierto lo de su ubicación en los rankings, porque esto no hablaría bien de la hotelería mundial. Nos sentamos en la salita que nos indicaron. Pronto comprendí que De la Iglesia no estaba en plan de estrellita: simplemente ponía límites a la duración de las entrevistas. Imagino cuántas veces le preguntarán las mismas tres cosas periodisticas que ni siquiera han visto sus filmes. No tuvimos que esperar más de media hora. Llegó a nosotros. Y ya, tío. Genial. Gracioso, inteligente, desprevenido. La entrevista fue conducida por mi amigo O. Yo preferí callar y dedicarme a la observación del genio. Por lealtad a la revista, que me permitió colarme a sabiendas de que la entrevista le era dada en exclusiva, no diré aquí lo que dijo Álex de la Iglesia en aquel encuentro. Tampoco me hice fotografiar con él ni él pidió ser fotografiado conmigo. Un solo detalle sí cuento: como si se tratara de una de las situaciones de sus películas, mientras respondía, el gran director no paraba de rascarse. Tampoco nosotros. Si aquello se hubiera extendido un rato más, alguno de los que estábamos allí se habría salido de casillas y la entrevista se habría convertido en la maldición del mosquito sudaca. Alguien habría enloquecido. Alguien habría sido un personaje de Álex de la Iglesia. Esa noche, su más reciente película, La chispa de la vida, clausuró la edición 52 del Festival Internacional de Cine de Cartagena, en los últimos años devenido Ficci. Muy buena película: conmueve todas las sensaciones del público. La gente ríe, grita, calla, aplaude, aprueba, odia, llora. Es tragedia y comedia, no tragicomedia, tragedia y comedia por separado, pero ambas en la misma cinta. Hay que ver La chispa de la vida. Hay que escuchar hablar a Álex de la Iglesia. Una hora después de nuestra reunión, daba un master class a un público que no cupo en el auditorio y lo comenzó riendo: “contó” que venía de hacerse una prueba de elisa en una farmacia del barrio porque la noche anterior había tenido un cruce inesperado con un muchacho que no sé qué y no sé cuántas… No hay que ser difíciles, Héctor.
Tras ese estupendo cierre, me fui. No había que hablar con nadie ni asistir a cocteles. Todo lo había dicho el cine. Tomé un taxi para mi hotel y mi propia cita extracinematográfica de fin de festival en Bocagrande. El taxista era un anciano que debería estar descansando. Decidí que le pagaría la tarifa que cobrara, así fuera un abuso (la mayor parte de taxistas de Cartagena te cobran un recargo por tu acento). Iba pensando en mí, en la gente que vi entre el 23 y el 29 de febrero, en que hoy era 29 de febrero y no volvería a serlo hasta dentro de cuatro años, en la gente que no veré más en adelante, en el taxista anciano, el encuentro de los próximos minutos, los amores que ya no son. Ya no hay amores. El anciano que debería estar descansando me cobró seis mil pesos, la tarifa justa. Me fui en ese taxi hasta siempre jamás, hasta el mundo del silencio.
    

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