si no fuera porque respiramos
mejor dentro de
la sala del cine, ¿qué sería de
nosotros?
Carta a Juan M. Bullita, octubre 16 de 1973
La primera de esas
áreas fue la literatura. Pienso con mucha melancolía en lo que dejó de hacer
por morirse tan pronto y me gusta pensar en lo muy lejos que habría llegado, lo
muy arriba, lo muy digno de los premios más importantes que habría sido. Otra
es el teatro, hijo de la primera pero para el caso independiente de ella, y que
San Andresito cultivó como actor y como dramaturgo. Y la otra, la que me trae
aquí, es el cine. La cinesífilis, de acuerdo con el término que él usaba para
definir su pasión por el arte de las salas oscuras y la luz a veinticuatro
cuadros por segundo.
Tengo grabada en la
frente esta sentencia, una de las extensas admoniciones de María del Carmen
Huertas, su heroína, al final de Que viva
la música: “Adonde mejor se practica el ritmo de la soledad es en los
cines. Aprende a sabotear los cines”. Mucho los saboteó él, en el sentido
caicediano del verbo sabotear, que significaba hacer intensamente. Y hacer
intensamente el cine significaba, en su caso, un cúmulo de acciones:
presenciarlo como espectador, difundirlo como cineclubista, discernirlo como
crítico, concebirlo como guionista y realizarlo como director (un director que,
además, como tantos de aquellos a los que admiraba, se permitía la travesura
del cameo).
Ni todos los
espectadores intensivos devienen críticos ni todos los críticos anhelan en
secreto ser realizadores. Estos tres papeles le sentaban a Caicedito por
naturaleza. En sus mejores tiempos llegó a ser espectador de hasta tres
películas por día en más de una ocasión a la semana. La consecuencia obvia
tenía que ser el conocimiento exhaustivo del arte cinematográfico y, en un
espíritu como el suyo, la necesidad de la reflexión. De ahí su faceta de
crítico, que practicó en periódicos como El
País, El Pueblo y Occidente, en
Cali, y que, dada la incontenible intensidad de su cinesífilis, derivó en la
creación de su propia revista, Ojo al
Cine, que llegó a ser la más importante publicación especializada en el asunto
cinematográfico en la Colombia de los años setenta. Le escribía a su compañero
de generación Luis Ospina el 6 de agosto de 1973: “Hablás de un fondo que
incluiría ‘Revista de cine, películas de 16, proyector, bombillas’. Aquí va lo
más importante que tengo para decirte en esta carta: hagamos que sea un hecho
lo de la revista”.
Por los días en que
escribía esta carta, se hallaba en su periodo estadounidense, que durante
varios meses alternó entre las ciudades de Houston y Los Ángeles. Fue allí en
busca de un sueño todavía más alto: el de no solo escribir guiones, sino que
estos se produjeran en la industria de Hollywood. Escribió dos películas de
terror: La estirpe de la cripta y,
tomando el argumento de un cuento de H. P. Lovecraft, The Shadow Over Innsmouth. Hizo los guiones completos en español y
encargó a su hermana Rosario la traducción de los mismos al inglés para
ofrecérselos, primero, al productor Roger Corman y, segundo, a cualquier
representante de cualquier productor que estuviera dispuesto a escuchar a un
escritor de gran talento como él. No lo escucharon. Lo más lejos que logró
llegar, y eso gracias a los contactos de Luis Ospina (quien años antes había
estudiado cine en la UCLA), fue a algunos miembros menores del “Gay Power” que
intentaron ganarlo para su causa y le dieron una lección importante: no se
debía entregar a ningún productor un guion terminado para que este lo leyera y
considerara (y acariciara la tentación de pasárselo a uno de sus propios
asistentes para que lo desarrollara), sino una sinopsis de la historia que le
estaba ofreciendo. Lo intentó entonces con la sinopsis de un western que se
titularía Los amantes de Suzie Bloom.
Y tuvo que regresarse a Cali, donde lo esperaban su cineclub, sus amigos y la
revista que iba a fundar.
Dos años antes de la
revista y de la desventura hollywoodense, San Andresito Caicedo había vivido su
primera y única gran aventura como realizador. En 1971, en codirección con su
amigo y antagonista Carlos Mayolo, emprendió el proyecto de un largometraje más
o menos basado en su relato Angelita y
Miguel Ángel (recogido luego en el volumen Angelitos empantanados). Iba a ser una película de media hora.
Consiguió los actores, que no fueron los niños que deseaba para los personajes,
sino algunos de sus camaradas de Ciudad Solar, esa especie de comuna en que la
generación de Caicedo se congregó durante varios años. Consiguió los recursos.
Ensayó y empezaron a rodar. Él y Mayolo en la dirección. Lograron terminar
varias secuencias, pero sobrevino la crisis. Así lo narra Mayolo en su libro de
memorias Mamá ¿qué hago? (2002):
“Tuvimos muchos encontrones Andrés y yo. Yo era demasiado mamerto y quería
darle vida a la pareja proletaria [del relato literario]. La película termina
con un gran baile de los proletos que los burgueses no podían disfrutar. Fue un
engendro donde, con la bicefalia, cada uno pegó por su lado. Quedó una
simbiosis de las dos cosas. Apologética”. Para Caicedo se trató más bien de un
problema de edades. Carlos Mayolo era seis años mayor, y él estaba destinado a
ser un jovencito por siempre. En carta del 25 de agosto de 1973 le escribe a su
amigo Miguel González: “El que Angelita y
Miguel Ángel permanezca como mi único trabajo inconcluso lo atribuyo, ni
más ni menos, a una lucha entre generaciones”.
Después, en 1976, con
una cámara de video y con otro de los amigos del combo, Eduardo “La Rata”
Carvajal, grabó una entrevista colectiva a cuatro de los niños de su redil,
criaturas en realidad menos empantanadas que idiotas, convertidas en personajes
por el amor y la imaginación de San Andresito, que supo narrarlos con el
ingenio del que la vida no los dotó. A cambio, ellos le dieron abismo y la
fascinación de pecar al revés: el adulto corrompido por el menor. En esa
entrevista, después rescatada, editada y agregada al acervo del culto caicediano
por Luis Ospina, aparecen Guillermito Lemos y su hermana Clarisolcita, la
Lolita drogadicta que se merecería la famosa antidedicatoria de Que viva la música.
Y luego, el 4 de marzo
de 1977, se murió. Comenzó de inmediato la leyenda que en la última década
llegó a rebasar las fronteras de nuestro país. En estos tiempos se puso de moda
el culto al precoz genio de la literatura y el cine y la fascinación, a veces
más del personaje que de su obra, alcanzó momentos sorprendentes. Se puso de
moda Andrés Caicedo. Ya en las dos últimas décadas del siglo XX se habían
realizado cuando menos tres trabajos sobresalientes que lo tenían como motivo: Andrés Caicedo: unos pocos buenos amigos,
documental de Luis Ospina (1986); el documental Un ángel del pantano de Óscar Campo (1997) sobre Guillermito Lemos,
y el experimental Calicalabozo de
Jorge Navas (1997) sobre la vida y la obra de San Andresito.
En lo que va corrido
del siglo XXI, restringiendo el inventario al mundo audiovisual, habría que
destacar el argumental Jamás dijo nunca
nada de Esteban Arango (2009). Y, sobre todo, el documental Noche sin fortuna de los argentinos
Francisco Forbes y Álvaro Cifuentes. En el delirio que le significa la búsqueda
del personaje, el documental logra momentos de gran belleza, el máximo de ellos
cuando regala al espectador con la narración y puesta en escena animada de
aquel western que en 1973 Caicedo había concebido para algún productor de Hollywood.
Hermosamente se nos muestra aquí la magnífica película que habría podido ser Los amantes de Suzie Bloom. Entendemos
que San Andresito Caicedo era joven. Estaba destinado a serlo por siempre. Y lo
que le hacía falta para triunfar en el cine era tiempo. Crecer, madurar. Lo que
él no estuvo dispuesto a hacer.