viernes, septiembre 27, 2013

ENTREVISTA A LA DIRECTORA PATRICIA AYALA RUIZ

DON CA, EL RETRATO DE UN HOMBRE Y SU FELIZ MALDICIÓN



Hace ya muchos años desde que voy por el mundo con esta mujer, a quien para mí y la zona paisa llamo con su primer nombre, pero a quien para efectos de la promoción de la película he tenido que aprender a llamar en público por el nombre que todo el mundo le conoce, Patricia. Han sido muchas cosas las que hemos vivido; la más importante de todas, querernos. Todos los afectos dieron vueltas en torno nuestro, hasta que se asentó en nuestra relación el que mejor nos viene: el de la amistad, el que es para siempre.
Ella tenía diecisiete años cuando la conocí. Era una muchachita encantadora y muy, muy inteligente. Nos encontramos estudiando comunicación social periodismo en la universidad Los Libertadores y desde la primera vez que nos vimos, en un curso que valía mucho la pena, nos hicimos cómplices. Yo iba a escribir novelas, ella iba a salvar el mundo, o al menos eso era de lo que yo la acusaba, aunque tenía muy claro que su ambición era bastante más modesta: apenas estaba dispuesta a emprender una revolución personal, que la llevaría a donde quisiera. Y a donde ha querido la ha llevado (en esto se parece a su personaje): ha hecho periodismo de televisión, ha hecho documentales por encargo; ha hecho una película, acaba de terminar el rodaje de la segunda y tiene bien avanzados los proyectos de las dos siguientes. En todas ellas, su tema es la gente. Esa es su revolución. Y nada de discursos ni lecciones morales: Patricia ha aprendido a identificar dónde están las historias que le interesan y se ha enseñado a sí misma a contarlas. Acaba de hacer su primer largometraje, y yo, que tantas noches de su adolescencia caminé a su lado por la carrera séptima desde el centro hacia el norte, ahora, en el inicio de su vida como directora a punto de estrenar su ópera prima, he ido hasta Cartagena, donde, por supuesto, asiste al festival de cine, para entrevistarla y tratar de caminar a su lado cuando se ha convertido en la artista que todos sabíamos que podía ser.  
Para la intimidad me guardo su primer nombre, ese en el que es solamente mía y yo soy más suyo, y a fin de no confundir a la gente que de ahora en adelante oirá hablar mucho de ella aprendo a llamarla por el segundo.


Patricia, comencemos con la pregunta obvia: ¿qué es Don Ca?
Don Ca es un retrato documental de autor, de un personaje extraordinario con una vida salida totalmente de lo común, que vive en el Pacífico colombiano, que tiene una historia de apellidos y abolengos que harían pensar que tiene una vida predestinada. Y termina en un lugar totalmente insospechado.

¿Cuáles son los lugares de este personaje?
La selva. Básicamente, son la selva.

¿Y su abolengo de dónde procede?
Don Ca es Camilo Arroyo Arboleda, que es el sujeto del documental, el protagonista de la película. Sus abolengos vienen de Popayán. Este es un lugar particular, porque es como la cuna de la Independencia, pero también la cuna de la esclavitud… de los abolengos rancios. Entonces, si uno se sube en el árbol genealógico de don Ca encuentra a Camilo Torres, a Francisco José de Caldas, a Julio Arboleda…

A los fundadores del país.
Para lo bueno y para lo malo. Y este señor, a los veinte años, decide irse a vivir a la selva, obedeciendo a una maldición-bendición que le había arrojado su abuela cuando era niño.

“Entre negros morirás”.
Lo que él cuenta es que tenía nueve o diez años. Estaba en Popayán, viviendo en su casa materna, y escucha que hay un golpe fuerte; cree que su abuela se ha caído, va a mirar y no es su abuela que se ha caído, sino que está golpeando a la empleada negra, que era amiga de él. Y él responde violentamente. Le pide a la abuela que no golpee más a la chica, la abuela lo saca y él, sin darse cuenta, golpea a la abuela en la boca y la hace sangrar. La abuela le responde maldiciéndolo: “¡Entre negros morirás!”. Él tiene ahora 62 años y vive en Guapi, entre negros, desde hace unos cuarenta.

Estamos hablando de un hombre libertario desde su niñez. Libertario no solo con los negros, sino también consigo mismo. Esa renuncia a su abolengo payanés es un acto de independencia.
Sí. Es la idea de la película. El tema de la película es la libertad y lo que quería contar era que hay personas libres, que son muy pocas pero las hay, y libres en el mejor y más amplio sentido de la palabra. Renunciar a un futuro promisorio, a unos apellidos, a unos abolengos, y a una situación de comodidad, no es sencillo; es un acto valiente y un acto de libertad. Conozco muy pocas personas que hayan sido capaces de hacer lo que hace él, que es responder realmente a su deseo interior profundo: cueste lo que cueste. Esa es la idea del documental.

UN HOMBRE METIDO EN EL LUGAR


¿Cómo llegaste a Camilo Arroyo, a esa historia tan lejos de tu ámbito? Antes habías hecho televisión en City TV, habías hecho algunos documentales en tu ciudad. ¿Cómo llegaste a un hombre perdido en ese pueblo lejano que es Guapi?
Cuando uno es freelance hace muchas cosas. Y una de esas cosas bonitas que hice en los años antes de meterme de lleno con este proyecto, fue ir a Guapi a hacer un documental sobre el agua para ITVS, el canal estadounidense. Era Tierra de agua, del 2008, una coproducción entre ITVS y Señal Colombia a propósito del día internacional del agua, y tenía que encontrar un lanchero que no cobrara muy caro.
Lo más costoso de la producción en zonas de río son los desplazamientos fluviales, por la gasolina. A Guapi se llega por avión o desde Buenaventura en un barco, pero es una travesía agotadora, difícil. Así que buscando, buscando, alguien me refirió a Camilo Arroyo. Yo esperaba un lanchero negro y apareció un señor blanco, hablando con un acento totalmente ajeno al de los lugareños. Pero era un hombre metido en el lugar. Toda su imagen, sus palabras, la forma de hablar, eran las de una persona que no encaja en ese lugar. Pero su actividad y la forma como se relaciona eran las de una persona que está totalmente compenetrada con la comunidad. Un blanco metido, viviendo (no muriendo) entre negros. Viviendo en la misma pobreza.

Él no se traslada a Guapi con todo y su fortuna de varios siglos de antigüedad. ¿Renuncia a su fortuna y se va para allá?
Es que esta es una familia que tiene apellidos y abolengo, pero cuya fortuna se quedó en dos generaciones atrás. Pero él habría podido hacer mucho dinero, tener una vida de éxito. Él a lo que renuncia es a la posibilidad de ser un prestigioso personaje de la sociedad payanesa o de la sociedad colombiana. Hubiera podido ser fácilmente un político.

Además tiene un discurso que convence a cualquiera. Es un hombre de una gran fluidez verbal y de una gran simpatía personal.
Y es guapo, es carismático, es inteligente. Es culto. Tenía todo para ser lo que hubiera querido. Y lo cierto es que hizo lo que quiso. Lo que pasa es que en general estaríamos esperando que lo que quisiera fuera ser presidente de una empresa, un alto ejecutivo, senador de la República. Y lo que quiso fue ser un aventurero e irse para la selva y terminar viviendo en una comunidad muy interesante, que es la del Pacífico colombiano.

Bueno, entonces te encontraste ese lanchero que parecía tener una historia. ¿En qué momento se te convirtió en un personaje digno de documentar, como si fuera poco, en un largometraje?
Mira: a los cinco minutos. A los cinco minutos de estar conversando con él. Es tan arrolladora su personalidad y son tan interesantes sus historias, que a los cinco minutos de estar conversando le pregunté si alguien había hecho un documental sobre él. Me dijo: “No”. Y yo le dije: “Me lo pido”. Él se rio y pensó que era un chiste, pero unos meses después hice un viaje exclusivamente para poder conversar con él largo rato, hacer la investigación. Yo creo que eso es lo que pasa cuando uno hace trabajos documentales.

Es fácil que ocurra algo como eso en nuestro país, eso de encontrarse un personaje donde uno menos espera.
Este país es rico en historias. Tú abres la página de un periódico y encuentras, mínimo, tres posibilidades: de historias de ficción y de historias de documental. Pero también hay que tener algo que te interese más, que te mueva más. Algo que te cautive, que te emocione. Porque esa es la idea del documental de autor: el autor se compromete y se propone a dejar en ese trabajo un pedazo de sí. De su alma, de su vida, de su visión de la vida.

UN ASUNTO DE GÉNEROS



Cuando decís “el documental de autor”, ¿lo contraponés al documental periodístico?
Claro. Porque el documental para televisión; o, mejor, el documental por encargo, de formato: en él no hay que inventarse nada, no hay que inventarse una forma de narrar, porque la forma ya está inventada. Hay que ajustarse a un modelo y a un encargo, y hay que plegarse a una línea editorial, la de la casa productora o la del canal que te está contratando.

Quiero preguntarte esto: ya que tu formación es periodística, ¿qué tanto se parece el ‘olfato documentalista’ al ‘olfato periodístico’? Y esta pregunta, desde luego, está envenenada, porque muchas veces oigo a los documentalistas renegando del origen periodístico del documental. Y es una pelea que yo tengo con ellos.
Yo tengo la misma pelea. Sobre todo los documentalistas que buscan el documental de autor, son muy despectivos con el periodismo y con los periodistas. Pero es más bien con la deformación del periodista, o con el periodista de la coyuntura. Yo creo que para ser documentalista es un requisito indispensable tener olfato de periodista, tener una actitud de periodista ante la vida, pero la del periodista amplio que tiene una mirada curiosa, no prejuiciosa, y que no tiene miedo de decir y de poner en evidencia su punto de vista. Esa es, digamos, la diferencia. Pero es que en el periodismo también es posible hacerlo. Si yo tuviera que comparar el documental de autor con algún género periodístico, podría compararlo con la crónica. No con el reportaje, porque en este lo que buscas es poner en equilibrio varios puntos de vista acerca de un mismo fenómeno, y que sea el lector quien decida con cuál de todos esos puntos de vista se siente identificado o cuál de todos esos puntos de vista lo convence más. En la crónica, no. En la crónica te pliegas al punto de vista de un personaje o al tuyo, y el lector sabe que está leyendo, que se está enfrentando al punto de vista de uno de los personajes involucrados en este asunto, en este tema o en esta historia. Pero no necesita esa paridad, ese equilibrio de la información que se busca en el reportaje. Y eso no significa que sea mejor el reportaje que la crónica o que sea mejor el documental que el reportaje. No. Significa que hay historias y temas más adecuados para ser tratados de una forma periodística desde el reportaje o la crónica, y que hay temas o historias que funcionan muy bien, que pueden ser abordados, desde el documental de autor. O desde el documental por encargo. Son, simplemente, géneros distintos. Pero yo sí creo que el documentalista debe tener alma de periodista, en el sentido de la curiosidad por la realidad, de la necesidad o el gusto por el acercamiento a realidades distintas, a otras realidades, y en la habilidad para ese acercamiento. Porque pasa que muchos realizadores de cine y muchos chicos que se han formado en la producción de televisión o de cine, a la hora de hacer documentales, manejan muy bien la forma pero se angustian mucho, por ejemplo, en la elaboración de la entrevista, en el acercamiento con el personaje. No lo saben hacer, no les gusta, creen que no es de su competencia, y ahí patinan. Patinan mucho. Y lo bonito del documental de autor es que te exige tener de las dos cosas. Yo creo que por eso me gustó ese género. Porque mis dos grandes pasiones siempre fueron el cine y el periodismo, y en el documental de autor les doy salida a las dos.

¿Y la literatura qué espacio tiene ahí?
Yo creo que todo. No desde el punto de vista de la creación, aunque sí, porque para poderse ganar un premio hay que escribir un proyecto…

Y soy testigo del proyecto que hiciste cuando elaboraste la propuesta para acceder al premio que obtuviste en el FDC con Don Ca: es una hermosa investigación y una hermosa escritura de esa investigación. Y ya que llegamos a esto, contanos de dicho proceso.
Conozco a Camilo en el 2008, me voy en 2009 a hablar con él, me quedo una semana conversando y ratifico que había un personaje, que había una gran historia que había que contar.

DON CA SE BAÑA MUCHAS VECES EN EL MISMO RÍO


¿Cómo era la vida de Camilo Arroyo? ¿Cómo es? ¿Qué hace fascinante a este personaje como para convertirlo en objeto de documental?
Es un hombre que vive en una casa que no es la de él, pero que de alguna manera la ha hecho propia. No tiene ninguna clase de pertenencias, es como una especie de asceta. En ese momento ni siquiera tenía cama, por ejemplo; dormía en una hamaca y había unos colchones que enrollaban en la mañana y a la hora de ir a dormir los desenrollaban. No había habitación. Ahorita hay habitación, pero en ese momento no.

No había ni siquiera puertas en la casa.
No había puertas en la casa. Es una casa sin puertas y sin paredes. Pero no es una casa pobre, es una casa muy agradable. Es una gran casa, en medio de lo llano y de la falta de cosas. Pero es que no necesita cosas: eso era, eso es lo seductor. Porque realmente es mucho más rico que muchos de nosotros. Uno puede vivir en un apartamento de cien metros cuadrados, con dos baños, con dos habitaciones, pero no tiene lo que tiene él. Él tiene la selva al lado, tiene el río a sus pies. Se va y se baña en el río.

El río es un gran protagonista, tanto de tu documental como de la vida de Camilo Arroyo, ¿no? Más el río que el mar.
Claro. El mar está muy cerca. Es que es una zona como de encuentro. Y por eso es apetecida por los actores del conflicto, porque se convierte fácilmente en un corredor para la droga y para las armas: porque está muy cerca del río. El río está ahí, y el mar está a cinco minutos en una lancha rápida.

¿Y cómo es el río?
El Guapi es un río raro. Bonito, tranquilo. Es ancho, es imponente, pero es tranquilo, es amable. No es un río que te asuste, sino un río que te invita a entrar, a sumergirte, a zambullirte. Es amable, es un río amable. Y es un río particular, mira: tiene una cosa y es que a ciertas horas del día la marea va para un lado y a ciertas horas la marea va para el otro lado. Cambia de dirección el curso del río, por estar tan cerca del mar. Tú ves que la corriente va para un lado y luego ves que va para el otro; es una cosa como mágica, y es muy bonito.

Él ama mucho ese río.
Cuando uno le plantea la posibilidad de irse, de dejar ese lugar, por el conflicto, por la pobreza, por lo que sea, porque le surjan cosas en otro lugar, él me mira y me dice: “¿Tú te imaginas yo bañándome en un bañito de cuatro por tres, con paredes a los lados?”. No le cabe en la cabeza.

¿Él se baña en el río?
Él se baña en el río. No hay agua corriente en la casa. Es una vereda como la mayor parte de las veredas en Colombia, donde no hay agua, donde no hay luz y donde en algunos puntos entra la señal del celular. En Bonanza, donde él vive, entra la señal de celular, pero agua no hay. Como en la mayor parte del Pacífico colombiano. La gente lo que hace es recoger el agua lluvia y ha aprendido a vivir de ella; lo importante es que llueva.

UNA HISTORIA DE COLOMBIA EN PANTALLA GRANDE Y PANTALLA CHICA



Por lo que te oigo, estamos hablando no solo de un documental sobre una historia encantadora, sino también una historia que está untada de todos los problemas de nuestro país. De la exclusión, de la pobreza, de la violencia. Incluso, en una parte del documental, hacia el final, él dice una cosa que a mí me impresiona mucho: hablando de cómo la situación de Guapi, que es un pueblo muy feliz, de pronto se empieza a volver densa, él dice “pobrecitos los guapireños, les llegó Colombia”.
Les cayó Colombia encima, dice. Esa Colombia cargada de armas y de violencia y de ruido de metrallas. Esa era la intención desde el principio. Un documental de retrato puede quedarse en una anécdota si tú te quedas en el personaje exclusivamente. Y ningún personaje, por más maravilloso y extraordinario que sea, te da para eso. Precisamente, si el personaje es extraordinario y maravilloso tiene que trascender al personaje mismo. El personaje es realmente una excusa para hablar de otra cosa. Y en este caso Camilo Arroyo, Don Ca, era una excusa para hablar del país. Para hablar de los paraísos que se pierden y no pasa nada, a nadie le importa. Para hablar de la exclusión, para hablar de la pobreza. Y esto no estaba planeado, pero resultó: para hablar de la violencia del desarrollo. Porque cuando ya ha superado la crisis de la guerra, le llega la crisis del desarrollo y contra eso no hay nada qué hacer.

Algo inusual: Don Ca ya tiene un convenio de distribución en cartelera comercial con Cine Colombia. ¿Para cuándo está pensado esto y cómo lograste que un documental, que casi siempre está destinado a tener una vida más bien invisible en los festivales de cine y de pronto en la televisión o en una que otra universidad, llegue a la cartelera comercial de nuestro país?
La especialidad empieza con el tipo de convocatoria que se gana el proyecto. Don Ca participó cuando las convocatorias estaban abiertas para que los tres géneros que considera el FDC –ficción, animación y documental– concursaran en el mismo nivel. Se podía concursar por producción de largometraje para finalizar en 35 y se podía concursar con proyectos documentales en esa categoría. Normalmente se la ganan las ficciones, pero de vez en cuando hay un documental que también se gana ese premio, y eso fue lo que pasó con Don Ca. Eso significa que desde que nos ganamos el premio estábamos obligados a terminar en 35 milímetros.

Lo cual no volverá a ocurrir en los documentales colombianos, casi con seguridad.
Es muy inusual tener un documental finalizado en 35 milímetros. El registro de captura no es 35, sino es la finalización. Se captura en HD: lo que necesitas en un documental es tiempo, tiempo de captura. Aunque por mucho tiempo también los documentales se hicieron en formato de 35, en este momento sería una locura pretender capturar en 35. En este caso lo que se hizo fue capturar en HD y mediante un proceso que se llama blow up mandarlo a 35 milímetros... Lo que hicimos fue enseñarles a los exhibidores la película.

Eso ya es hablar de palabras mayores. Pero quiero volver un poquito sobre la idea de subir los documentales a 35 e insistir en que tal vez Don Ca, y Sonido bestial de Sandro Romero Rey, sean los últimos trabajos de este género subidos a 35. Parece que ya todo va para el digital y que esto también ocurrirá con la mayoría de los argumentales dentro de muy poco tiempo. En las últimas convocatorias del FDC ya no se conserva el requisito de terminar en 35.
Desde el año pasado cambió eso. Y me imagino que es algo que se va a mantener, porque realmente el FDC estaba como en contra de la evidencia, de la coyuntura y de lo que está pasando en el mundo, y les imponía a los productores terminar en 35 milímetros, cuando lo que está pasando es que las salas se están convirtiendo todas al digital.
Don Ca se preestrenó en la Muestra Internacional Documental, en Bogotá, en noviembre del año pasado. Fue la sesión inaugural de la Muestra. Y en esa sala [Embajador] hay proyección digital y de 35. Al proyector tuvieron que hacerle un arreglito, porque lo usan tan poco que estaba descalibrado. El 35 está destinado (tristemente o no tristemente, tiene sus más y sus menos) a desaparecer. Entonces era absurdo que la convocatoria insistiera en obligar a los productores a terminar en 35 milímetros, cuando todo va para el otro lado. En este momento ya no existe la obligatoriedad; existe la opción, pero no es obligatorio. Yo creo que de aquí en adelante las ficciones y los documentales, todo se va a terminar en DCP.

Y habiendo esa opción, tu segundo proyecto de largometraje, Un asunto de tierras, que ya está muy avanzado, ¿lo vas a terminar en DCP?
Se va a terminar en formato digital. A los amantes del celuloide les puede remorder esto, pero, la verdad, es exactamente lo mismo. Yo fui a México a hacer el proceso de inflado de Don Ca y pude verlo en 35 en una sala preparada con el mejor sonido, con el mejor proyector, y luego en DCP, y te debo decir, con dolor, que era más fiel el DCP. Es mejor la calidad de la proyección en DCP que en 35.

Pero de todas maneras no deja de ser emocionante haber terminado tu película en 35. Hay una cosa romántica ahí, ¿o no?
Claro, cuando uno dice voy a hacer cine, siempre piensa en los rollos de película.

Cuando empezaste este proyecto y te tomaste en serio la idea de documentar la vida de Camilo Arroyo, esa especie de patricio caucano que renuncia a su vida de gran señor y decir irse a vivir entre negros a Guapi, ¿qué pensabas que ibas a hacer?
En principio creí que iba a hacer un documental de 52 minutos.

¿Por qué 52? ¿Televisión?
Porque uno tiene la idea de la televisión metida en la cabeza. Recuerdo que apliqué a los encuentros que organiza el Ministerio de Cultura en el marco del festival de cine de Cartagena, hace tres años, al taller de reescritura y pitch, y me acuerdo mucho que los talleristas les recomendaban a los productores que hicieran formato 52 porque era lo que se veía en televisión, lo que las televisiones te exigían. Entonces, lo acomodé a 52 minutos. Pero en el mismo taller hubo un momento en el que Luciano Barisone, que era el director del Festival dei Popoli de Italia (hoy dirige Visions du Réel en Nyon, Suiza, festival en el que Don Ca tendrá su estreno internacional), escuchó mi presentación y preguntó por qué 52 minutos, si esta historia tan maravillosa daba para ochenta, para largometraje.

Terminaste finalmente en noventa.
La película tiene noventa minutos, porque, efectivamente, daba para eso. Pero nosotros hicimos coproducción con Señal Colombia y este canal, aparte del corte largo, nos exigió hacer una versión de 52 minutos. Yo pensé que eso iba a ser dificilísimo y dolorosísimo, pero finalmente sí se pudo hacer una versión de 52 minutos para televisión.

¿Cómo hiciste? ¿Te sobraban cosas en la de noventa?
No. Es que son dos lenguajes distintos. La versión de noventa minutos es para cine, con el ritmo de cine y con el tiempo del cine, y la de 52 minutos es una versión para televisión. No es que cambie radicalmente ni la propuesta estética ni el tratamiento audiovisual, ni la historia –por supuesto–.

Pero hay elementos de la versión para cine que no entran en la de televisión.
Claro. Digamos que la esencia es la misma, es la misma historia: un personaje que se ha jugado su vida por un camino distinto a los caminos preestablecidos, por vivir y por estar en su propio paraíso, en su particular paraíso, y de pronto el conflicto colombiano, y el mundo, la vida, lo obliga a moverse de ese lugar, lo obliga a tomar decisiones, lo enfrenta a una decisión importante de vida, que es de pronto tener que renunciar a aquello por lo que se la jugó. Esa es la esencia.

Colombia.
El país, claro. Ese es el dilema en que nos pone el país en un momento dado. Y eso está presente en ambas versiones. Pero, obviamente, la de noventa minutos te va a ofrecer más atmósfera: más atmósfera de Guapi, de ese paraíso, de ese lugar, de esos animales, de ese río. Y hay, obviamente, algunas escenas que no van a estar en la versión de 52 minutos.


EL COCO BLANCO DE LOS NIÑOS NEGROS


Bueno, mencionamos Guapi todo el tiempo, pero la verdad es que en Camilo Arroyo sigue habiendo algo de ese señor de alta clase de Popayán. Recuerdo específicamente toda la secuencia en que la película nos traslada, literalmente nos vamos en avión con el personaje para Popayán, y allí él se convierte en un personaje muy importante de la más importante celebración payanesa. ¿Cómo es ese otro lado de la historia de Camilo?
Es muy bonito. Una de las cosas que yo quería hacer desde el principio, visualmente hablando, era ese contraste entre lo blanco y lo negro, el pueblo de los negros y la ciudad blanca (Popayán es la Ciudad Blanca, literalmente); entre la fiesta pagana de Guapi, donde el 28 de diciembre la gente se disfraza con antifaces, con disfraces sofisticadísimos o no sofisticadísimos, matachines, en un gran carnaval, y salen con rejos de cuero de vaca a darle rejo a todo el mundo. De eso se trata el carnaval.

Ese carnaval, pura fiesta, se confronta de una manera bien interesante en la película con la solemnidad de la Semana Santa de Popayán. Y en ambos escenarios está Camilo Arroyo. Exploremos al personaje de la Semana Santa: no es simplemente un señor que se va a rezar a Popayán en esos días. De hecho, por lo que puede uno percibir, no se trata de un hombre especialmente religioso.
No es especialmente religioso, pero es respetuoso de sus tradiciones. Respeta el lugar y la cultura en que se inserta: si llega a Guapi, respeta la cultura de Guapi, respeta la cultura afro del Pacífico, se inserta en ella y se acomoda a ella, porque precisamente le saca el jugo, la aprehende. Y si se va para Popayán, que es su tierra natal, lo que hace es que él, que es creyente pero no va a misa, no es católico ni nada, juega el rol más importante, es la autoridad: el regidor, se llama; la gran autoridad de la Semana Santa, de las procesiones.

O sea: de toda su herencia, esa parte la conserva.
Sí. Y sin ningún problema. No cualquier persona puede ser regidor; tiene que tener una casta, un abolengo, un apellido, y él tiene derecho a ser, lo ha sido en ocasiones anteriores y lo fue en esta ocasión.

¿Y le gusta hacer eso?
Le gusta. Para su familia ese es un momento muy importante, y él le da un gran valor a la tradición. Se molesta mucho con los jóvenes que no respetan la procesión. Es bien particular: un personaje libre, que no por ser libre es irreverente. Al contrario, entre más libre más respetuoso, más respetuoso de su sociedad, de su cultura.

Interesante en Don Ca: siendo un documental de personaje, también lo es de personajes. Y en ese momento se parece mucho a un argumental, donde uno puede hacer un inventario de los personajes. ¿Quiénes son los personajes que cuentan en esta historia?
Obviamente Camilo Arroyo, que es el sujeto retratado. Y las personas que lo rodean, principalmente muchachos negros guapireños, adolescentes que están en un momento difícil de la vida, en un lugar difícil. No es fácil ser adolescente en Guapi.

¿Cómo pasa Camilo de ser un conductor de lancha a estar rodeado de adolescentes negros? ¿Qué pasa? ¿Los adopta?
Camilo terminó rodeado de niños, de jóvenes, de adolescentes a los que educa de alguna manera, a los que apadrina de alguna manera. Cuando llegó era el único blanco en un pueblo de negros, los niños nunca habían visto una persona así y tenían mucho miedo de semejante señor tan feo. Las mamás aprovecharon el miedo que les generaba Camilo Arroyo y lo convirtieron en el coco blanco de los niños negros. Empezaron a llevarle a los niños que se portaban mal, los que se orinaban en la cama, y songo zorongo terminó criando tres generaciones de muchachos, siendo el “papá” de un montón de chicos. Uno va caminando por Guapi y se puede encontrar perfectamente con un señor de treinta, cuarenta años, que lo ve y lo saluda, le dice papá Camilo con gran emoción. Papá Camilo.  Y no es un padre blandengue, para nada. Ni es un padre consentidor o complaciente. Es un padre fuerte, pero amoroso.

Me da la impresión de un hombre que entiende perfectamente esa cultura y que educa a estos muchachos sin acudir a modelos extraños.
Sí, es eso, tal cual como lo acabas de decir. No es fácil entenderlo. Es un personaje complejo, no es un samaritano, no es un personaje totalmente blanco, no es un personaje malvado. No. Es un ser humano. Complejo, muy complejo. Pero es un ser humano maravilloso. Valiente.

¿Y quiénes son los otros personajes, finalmente?
Son estos chicos que lo rodean. En este momento son pocos: vive con Jaime, que es un chico que acaba de cumplir dieciocho años y lleva unos dos viviendo en su casa, que trabaja mucho, es como la mano derecha de Camilo, es un chico tímido que no quiere ir al ejército pero sabe que en algún momento le va a tocar, que le encantan los gallos de pelea, muy noble y con familia. No es que Jaime no tenga familia: su mamá vive en Guapi con sus hermanos, pero él prefiere estar en casa de Camilo. Siente que allí aprende cosas, que es más interesante, más bonito, está la selva al lado, están los micos, trabaja la tierra. Y el otro personaje es David, un chico más abandonado. Su mamá lo dejó cuando era muy bebé al cuidado de su abuelo, y su abuelo realmente no era muy buen cuidador, entonces el niño termina en casa de Camilo.

Un personaje bien interesante, bastante complejo, este David.
Muy complejo. Es un niño que habla como adulto, a veces con la sabiduría del adulto y a veces con la amargura del adulto y la carga de violencia del adulto. Sin dejar de lado el encanto de la niñez, porque es un niño.

Creo que, aparte de Camilo, David es uno de los personajes que más empatía genera en los espectadores.
Creo que sí. Es el que más se queda, el que más impacta, porque dice cosas muy fuertes. También es muy gracioso. Es el que genera algunos conflictos.

¿Y no hay unos hijos propios de Camilo?
Tuvo dos hijos. Un primer hijo negro en su juventud temprana, al que no conoció. Es un hijo más o menos perdido. Y hay una segunda hija, ya a su vez mamá. Una hija negra. Los dos son hijos con mujeres negras, porque hay una cosa que Camilo no oculta y es su pasión por las mujeres negras. No solamente por el mundo afro, sino por las mujeres afro. Y ojalá bien negras. Dice: “Yo soy negrero. A mí me gustan los colores serios”.

EL BAILE DE MICAELA



Y falta un personaje que se roba el show en buena parte del documental: Micaela. ¿Quién es esa “mujer”?
Esa mujer, que no es mujer, es el único personaje femenino realmente de la película, porque la película es muy el mundo masculino. Micaela es un mono araña hembra que llegó a casa de Camilo hace un par de años, casi como encontrando un refugio. Era un animal que había sido explotado como por unos cirqueros que la maltrataban y no la alimentaban bien, así que estaba en muy mal estado. Unas monjas del pueblo la recogen, y como Camilo tiene fama de recoger de todo –niños, animales, gente extraviada–, le llevaron a la mica y él, efectivamente, la apadrina, la adopta, le pone nombre, la bautiza. Se llama Micaela y es su gran amiga, realmente un personaje importante a lo largo de toda la película.

Tan importante, que está en el afiche oficial. Sin embargo, en estos tiempos de ambientalistas y animalistas hay una pregunta obligada y es: ¿por qué los animales en casa de Camilo Arroyo están amarrados? 
Es difícil para el espectador desprevenido entenderlo. Nos choca mucho la imagen de un animal con una cadena. Pero en este caso hay que entender las aristas: la realidad no es en blanco y negro, no es un sí o un no, tiene sus matices y esos matices hay que tenerlos en cuenta. Micaela es un mono araña, muy inteligente, muy hábil, y si la dejas suelta –lo que hizo durante los primeros tiempos–: uno, se vuelve un problema para la comunidad, para sus vecinos, y la comunidad terminaría matándola. Inevitablemente. O, dos, se vuelve un problema para ella misma, porque Camilo sufre de hipertensión, así que tiene medicamentos en su casa. Medicamentos que no estarían vedados para Micaela, porque es muy hábil y si se puede mover dentro de la casa sin ningún problema se toma todas las pastillas, se las mete a la boca y se muere. Entonces, es necesario que él le ponga una cadenita y ella tenga un rango de movimiento limitado por momentos del día. Pero siempre pasa que él la suelta y salen a dar un paseo…

Y charlan en esos paseos y dialogan y él la llama.
Y ella vuelve. Él la suelta y la mica va y da unos paseos largos y totalmente libre por los árboles. Si ella no fuera absolutamente feliz al lado de él, yo creo, simplemente no volvería; se iría para la selva. Pero él le pide que vuelva y ella siempre vuelve.

Mientras tanto, hay que contar que ya estás haciendo tu segundo trabajo de largometraje documental, con importantes premios. Un asunto de tierras obtuvo el estímulo del Fondo para el Desarrollo Cinematográfico (FDC) y ganó el premio Ibermedia en 2012.
Acabamos de terminar rodaje y empezamos la fase de montaje, y esperamos a final del año estar en finalización, que se va a hacer en Chile. Así que estaríamos estrenando más o menos en febrero de 2014.

No queda sino desearte lo que hay que desearles a los realizadores: ya que tenés una muy buena película, que también tengás muchos espectadores.
Sí, eso esperamos. Gracias.

Meses después de nuestra entrevista, 
Patricia y yo estamos con la productora Éricka Salazar y 
con don Ca en pleno metro de Medellín, durante la gira promocional de la película.


(Cartagena/Medellín, febrero-abril de 2013)

martes, julio 23, 2013

El maestro de literatura

Una remembranza de Manuel Mejía Vallejo

Imagen: www.ciudadviva.gov.co


...Que él no tenía conciencia de la muerte,
ni de nada. Morir era un salto, como quien
gana una valla para otra aventura.
El día señalado.


1. Las tardes de los miércoles
La primera vez que lo vi, yo tenía diecisiete años, una necesidad enorme de escribir y la convicción de que algún hado me había ungido para la gloria. Mi ánimo literario había sobrevivido de pura terquedad a los profesores de literatura del bachillerato y ansiaba encontrar un maestro. 
    Manuel no tenía edad. Estaba envuelto en el humo de su interminable cigarro (que años después abandonó de un día para otro, y para siempre, cuando un médico le informó que el Pielroja sin filtro lo amenazaba de muerte) y se dirigía al auditorio con una voz febril que pronunciaba cada frase como si fuera poesía. Yo sabía de él por los libros de español en el colegio, pero no sospechaba entonces la dimensión de su paso entre nosotros. Muchos no la sospechan todavía y por eso lo señalan como continuador de otras obras, cuando lo suyo era recorrer caminos propios. Manuel no es solo el mejor intérprete del espíritu antioqueño del último medio siglo —que dicho espíritu es pobre y Antioquia muy pequeña—; a Manuel hay que verlo entre los escritores del mundo.
      Aquel Miércoles de Ceniza, y muchos otros miércoles a lo largo de diez años, ocupé un puesto anónimo en el auditorio de la biblioteca Piloto (ese lugar entrañable de los libros en Medellín) y me dediqué a escucharlo. Manuel vapuleaba a una muchacha que le había dado a revisar unos poemas y ella estaba indignada por el comentario que él le escribiera al final de la última página: “Lea a los grandes de la literatura erótica; esto no pasa de ser unas ganas mal versificadas”.
     Así manejaba el taller. Sin concesiones, duro en la crítica y preciso en el elogio. No se trataba de acariciar ungidos, sino de acompañar a algunos escritores en su proceso de formación. Y lo hacía con libertad. No encomendaba tareas ni obligaciones. Unos íbamos a escucharlo, otros iban a conversar con él, y casi todos en algún momento nos arriesgábamos a mostrarle cositas para que nos señalara las coordenadas justas que ocupábamos en el mundo de las letras.
      Eran los años en que una buena cantidad de autores latinoamericanos se solazaba creando burdas copias de sí mismos en los talleres de escritores. A Manuel le horrorizaba esta posibilidad, se la pasaba recomendándonos que no nos dejáramos contaminar por su estilo, que exploráramos sin descanso hasta hallar el de cada uno. Y bastante nos ayudaba en este doble empeño.
      Los participantes en el taller sabíamos que él le ponía toda la seriedad a la lectura de nuestros textos, que una décima de más o de menos en la nota correspondía a sutilezas que al maestro no se le escapaban. El tiempo marchaba al ritmo tortuoso de la ansiedad desde el momento en que le entregábamos un escrito hasta el momento en que nos lo devolvía, no siempre a la semana siguiente, con una calificación de uno a cinco y un comentario certero. Y lo que a todos nutría era la reflexión pública que inspiraba cada trabajo devuelto; la literatura universal se expresaba entonces a través de Manuel.
      Las tardes de los miércoles, sí. Los mejores momentos del taller eran formidables, con él allí, hablando de todos los temas, desplegando ante nosotros la inagotable Caja de Pandora que había ido llenando durante decenios de errancia por las montañas de Colombia y los países de América. De vez en cuando se nos colaba algún loco. Un drogo que se ponía a cantarle a cualquiera de nuestras revoluciones fracasadas, un cristiano de agresiva militancia que se hacía merecedor de una réplica a lo Pedro Canales (“Desconfío de quienes tienen interés personal en la existencia de Dios”), una contradictora que al perder la discusión notificaba su decisión de protestar pasándose al “bando de los callados”. Manuel casaba las controversias que le parecían interesantes y en todos los casos las cerraba con su fórmula infalible: “Calma, pueblo”, decía, y el asunto caía en el olvido. 
    Yo lo admiraba, no más, y por eso nunca intenté ser amigo suyo. Lo concebía como uno de esos hombres que saben mucho de todo y viven hasta siempre. De verdad: me parecía que no iba a morir nunca, y que nunca había nacido. Cuando se mencionaba la muerte, Manuel hablaba de ella como se habla de los amigos pícaros de infancia, con una cierta indulgencia y plena simpatía...
      Pero también hubo malos momentos, y los hubo de tal magnitud que algunos optamos por irnos. Ocurrió que unas señoras que se aburrían mucho en casa fueron tomándose de a pocos el taller y cuando menos pensamos, allí solo se hablaba de cosas de señoras que se aburren mucho en casa. Manuel se rindió a ellas, tal vez porque estaba cansado o abstraído en sus invocaciones.
   Fue la época oscura de mi silenciosa relación con él y, dolorosamente, la última. Luego vino su enfermedad y ya no volví a verlo.

2. En ese más allá
Pronto aprendí que ningún hado me había ungido y que si deseaba escribir alguna vez, era preciso trabajar mucho. No olvido mi primera vapuleada: un día se me ocurrió declarar que me aburría La Celestina porque era una obligación impuesta por la simia pérfida que me daba español en el liceo, y Manuel me anunció con trompetas de apocalipsis que alguien que se aburre con los clásicos jamás llegará a ser un buen escritor.
     Tiempo después, cuando le presenté el borrador inicial de los tres primeros capítulos de lo que luego sería La ciudad de todos los adioses, me escribió una frase de aliento rematada por un consejo que ha tenido graves consecuencias en mi idea de la literatura: “Póngale mucha humanidad”.
      A dos años de publicada esa primera novela, declaro con el más sencillo de los afectos que si algo he aprendido sobre el oficio de escribir se lo debo en medida grande a Manuel Mejía Vallejo. Y después de todo él sí habría de morir, como suele hacer la gente, y ya van a ser cinco años de ello el 23 de julio. La tarea no es durar, ni hay que lamentarse. Lo que no muere es la palabra, y la suya nos acompañará cuando el desencanto nos haya ganado al fin.
     No estoy seguro de cuál era su concepción sobre la muerte, pero creo que ésta se aproximaba bastante a la idea del final absoluto. Para hallar su explicación del tema habría que ir al narrador de El día señalado (esa novela tremenda con la que Manuel inauguró, en 1963, el Boom Latinoamericano): “Cuando esto se acabe, ¿no será lo mismo que había atrás antes de nacer? La muerte, la nada por ambas puntas”.
     En todo caso, si existe el más allá es de esperar que Manuel no haya entrado en el Reino de los Cielos, pues ese país le aburriría lo indecible. Él merecería una eternidad que se pareciera a los buenos momentos de su vida: con permiso para pecar, un Pielroja sin amenazas a la mano, un vaso de ron siempre surtido, libros, lápiz, papel, y amigos con quienes dar rienda suelta al soberano don de la conversación que los dioses le otorgaron.
      Rezo para que el Maestro no descanse en paz. 

Publicado en: 

Periódico De la Urbe N° 19.
Medellín, Universidad de Antioquia, junio de 2003.

Para agradar a las amigas de mamá. Periodismo, cine y otras futilidades.
Medellín, Borealia Libros y Verdades, 2009.

Imagen: www.colombiaemprende.edu.co

viernes, abril 05, 2013

Florentino quería ser un peón blanco



Empatábamos en el torneo iniciado unas horas antes. Habíamos parado para tomar algo y bromear. Hay que bromear y abrazarse siempre en medio de los duelos, para que estos no se vuelvan preludios a la enemistad. Fuimos al balcón, a la sala; no recuerdo qué tomamos, pero lo que haya sido lo rematé con una cucharada del mortalmente delicioso arequipe que D me trajo hace cuatro días. Fermina estaba tras nosotros, toda perdonadora después de que en un momento tenso de la primera partida yo la sacara con brusquedad de la habitación porque dos veces saltó sobre el tablero y arrojó en derredor varias fichas de D. En ambas ocasiones, menos mal, logramos reconstruir las posiciones. D iba a perder en una veintena de jugadas, pero tiene claro que en su presencia tiendo a la desconcentración y seguía luchando, con la pérfida idea de dar vuelta a las circunstancias y acabar arrinconándome con su reina y alguno de sus alfiles. Yo iba a ganar esa partida, pero perdería las dos siguientes. Éramos verdaderos contrincantes en el juego: nos gusta imaginar los dos ejércitos enfrentados, los soldados, los oficiales, las cabezas máximas de cada bando, y las angustias, los arrestos de gloria de los sujetos que a través de las fichas están representados en esta prodigiosa metáfora de la humanidad que se inventó a lo largo de muchos siglos en los países del Oriente. Nos gusta pensar que en nuestros enfrentamientos están implícitos el largo tiempo de las guerras, la sangre y el dolor de los combatientes, el ansia, la patria, las pasiones que se dan entre los guerreros, todos esos elementos de los que se componen las epopeyas. Sus historias. Por eso me exasperó la intrusión de Fermina y fui brusco al retirarla: no era un juego lo que podía dañar pasando por encima del tablero, sino la auténtica guerra entre dos imperios abandonados por sus dioses en algún vericueto de la eternidad. Ahora, arrepentido, la estaba mimando en la sala.
Estuvimos listos después de un rato largo en el cual charlamos –con D siempre hay motivos para charlar–, nos reabastecimos de comida y vino, en fin. Yo imaginaba que mientras tanto los dos ejércitos se preparaban, expectantes, en el tablero. Pensé en los largos tiempos, los muertos tiempos de la espera, en que a los guerreros los corroe la ansiedad antes de iniciar cada batalla. Para nosotros, una hora; para los hombres y las bestias resumidos desde hace doce siglos en el ajedrez, esos guerreros de los mil imperios, largas horas de tiempo muerto antes de la acción. Llevo días pensando en una película que narre esto: una partida, entre los jugadores cierto juego de pasiones, y la narración en dos niveles: el de los jugadores al mover cada ficha, esperar, jugar (la tensión que los une pero amenaza con un estallido), y el de las hordas de hombres, mujeres y bestias que para el espectador se revelan al tocar un jugador cada ficha: el maharajá que preside un consejo de generales cuando el ejército enemigo lo pone en peligro al ser movida, por el respectivo jugador, la reina blanca hacia la posición de jaque. El maharajá tendrá forzosamente que estar enamorado de la dama que lo amenaza, pero también forzosamente tendrá que ponerla en peligro cuando sus elefantes se interpongan en el camino de la dama al mover el respectivo jugador la torre negra a la posición en que se bloquea el jaque. 
En eso iba pensando. Un paso mío hacia el tablero debía equivaler a la espesa caída de la noche en una selva india donde los guerreros de un maharajá se convencían de que su señor merecía la vida que iban a dar por él y alguno de ellos, un hombrecito que moriría primero –ah, anodino peón del rey que al avanzar daba salida a un alfil y a su reina–, escribía un poema para la posteridad. ¿Qué bella aldeana amaría a ese soldadito que estaba al borde de la inmolación? Me encaminé al cuarto, donde habíamos dejado listo el tablero. Entré y lo vi. Florentino, el circunspecto, gran señor de las huestes gatunas que solía pasar por donde jugábamos sin darse al menos por enterado de nuestras epopeyas, había decidido en nuestra ausencia tomarse el campo de batalla. Aguardaba como un ídolo sentado en el tablero, en medio de los dos ejércitos, admirado por ellos como por mí: soberbio, realzado en llamas por la luz de la lámpara, imagino el terror colectivo que provocaría en el ejército negro contra el cual parecía dispuesto a enfrentarse en calidad de magnífico peón.
Llamé a D para que viera esto. Sacó su celular y le tomó una foto antes de que él, desdeñoso, abandonara en silencio el escenario. Quería jugar, pero no con nosotros. D encerró un peón de cada color en sus manos y las extendió para que yo escogiera una y el azar decidiera con cuáles fichas jugaría cada quien. Fermina volvió al rato y pasó por encima del tablero sin tumbar una sola pieza. Después, cuando todo había terminado entre nosotros y los guerreros, cuando la partida y la película estaban concluidas, se recostó con delicada imponencia sobre el tablero, en el que unos pocos combatientes de cada lado, más de los negros, los supervivientes, celebraban unos la victoria y sopesaban otros el futuro, quizá analizaban la posibilidad de la insurrección. En G1, el rey blanco aprisionado. En G2, custodiada desde C6 por su último alfil, la reina negra miraba con ojos de triunfo el trono conquistado: si el maharajá su señor estaba enamorado de la dama blanca, ella les había hecho a todos la afrenta definitiva de subyugar al maharajá blanco. Era ella, la estratega de alma imponente y oscura, la no amada, quien había tomado a la bobalicona blanca, y era esta quien en vez de beber almíbares en los brazos del maharajá negro esperaba en una torre fría, desterrada de los escaques, la redención de otra partida, otra historia con otros combatientes y otros gatos a los que admirar como a dioses.



lunes, febrero 25, 2013

Cartagena, para mi tío Óscar


Hace sesenta y ocho horas, en la madrugada del viernes, murió mi tío Óscar. Mamá, mi hermano y yo habíamos ido el domingo a visitarlo al hospital de Manizales donde pasó sus últimas semanas. Cuatro horas de ida y cuatro horas de vuelta, afortunadamente por una carretera cuyo recorrido significa siempre una inmersión en épocas y personas de mi historia que deseo no ignorar. Es un viaje que el resto de mis días agradeceré haber hecho, pues no solo pude verlo por última vez, sino que además esta visita me permitió una inesperada valoración del más distante de mis tíos por el lado paterno.
A lo largo de los años vi a este tío en momentos intermitentes, ninguno de los cuales llegó a convertirse en un verdadero encuentro, y jamás nuestra conversación había pasado de esos asuntos baladíes que forzamos para mantener al menos un estrecho canal de comunicación. Mi hermano viajaba desde los Llanos Orientales. Mamá y yo, desde Medellín; y, como me gustan esas cosas, cuando llegamos tomamos el cable aéreo en la terminal de transportes. Lo que me gusta, más que la novedad del sistema –en Medellín tenemos tres de esos cables–, es observar esa bonita ciudad de Manizales que se esparce en pedazos sobre la cima de una montaña y donde partes de mi pasado se difuminan tras los fantasmas de gente que me antecedió y de la cual tengo pocas noticias, mi papá –él– incluido. Ver a Manizales desde el aire era un ejercicio de recuperación de la memoria. Lloviznaba. Al bajar en la última estación del cable cogimos un taxi y le pedimos al conductor que nos llevara al Hospital de Caldas. Me daba miedo ir allá, pues no solo los centros médicos me causan aprensión, sino que no sé cómo hablarles a los enfermos con el respeto que merecen, sin engañarlos pero también sin agredir su sensibilidad y su pudor. Además, el dolor de los otros me genera pánico, sobre todo cuando es producido por la enfermedad que los llevará a la muerte. ¿Qué se le puede decir a un hombre que está muriendo? Sabíamos que el tío padecía ya una batería de afecciones de la que no se iba a recuperar. Por esta razón, la decisión de hacer un viaje tan atravesado en plena época de máximo trabajo, cuando yo tenía que dejar en Medellín tantas cosas listas para poder venir tranquilo días después a Cartagena y estar aquí en el festival de cine con la despreocupación absoluta que este evento me regala.
En la entrada del hospital estaba mi tía Leticia. No hablaré de ella, que lleva mucho tiempo estando muy triste. Solo diré que es el ser humano más hermoso y generoso que existe en ese lado de la familia. Lloró al vernos, claro. En esas situaciones hago un esfuerzo grande por no ser necio ni soltar frases cargadas de lugar común o de humor cínico, y el esfuerzo siempre acaba por enredarme la lengua y el pensamiento; me vuelvo torpe con la palabra. Y como Leticia merece un consuelo noble e inteligente que yo no he sido capaz de encontrar en mí, la abracé y permití que fuera mamá quien hablara; es muy sabia mi madre, el tipo de persona que uno debe tener a su lado en las catástrofes de la vida.
Minutos después, apareció en la entrada mi hermano con mi prima Jimena. En ese hospital es rigurosa la norma de que máximo dos personas estén con cada enfermo, así que ellos debían salir para que nosotros entráramos. Subimos. Cuarto piso, habitación veintiuno: al fondo desde las escaleras y luego pasillo a la izquierda hasta el final. Describo el recorrido para dar idea de lo numerosos que fueron mis pasos hasta el lugar desde donde mi tío se iba del mundo. Tenía miedo de verlo y no saber cómo ser digno de acompañarlo en un momento tan crucial.
La enfermedad aún no lo envilecía. Óscar era el mismo hombre de ojos despreocupados y bigote entre cano y quemado por muchos años de cigarrillo. Su voz no había perdido firmeza y, como llevaba quién sabe cuánto tiempo sin beber licor, sus ideas fluían con tino. Tenía un dolorcito perdido en algún lugar del estómago, fuerte pero no insoportable, por lo que todo el tiempo se reacomodaba en la cama, de manera que nada le impedía hablarnos como si no hubiera distancias entre nosotros. Esta confianza se debía a ellos, a mi tío y a mamá, que se conocían desde muy jóvenes, que nunca tuvieron un conflicto y aunque nunca fueron tampoco muy cercanos, cada vez que se encontraban sostenían una charla serena, de esas de las que uno puede alegrarse.
Yo tenía muchas ganas de llevarle algo a mi tío, pero no había qué. Frutas o golosinas no nos dejarían entrar al hospital. Regalos físicos ya no le hacían falta. Pero yo necesitaba expresar en algo material el afecto que sentía por él. Durante la conversación inicial, que jamás penetró un centímetro más allá de las nimiedades sobre los médicos descuidados y las enfermeras tan dispares –unas muy amables versus otras francamente odiosas–, descubrí que si algo podía serle útil eran unas cajas de jugo, de esas que venden en cualquier tienda. Regalarle unos juguitos al tío Óscar en su enfermedad se me convirtió en la mayor posibilidad de heroísmo. Hice que terminara la primera parte de la visita, para que otros familiares pudieran ingresar y almorzar nosotros. Fuimos, almorzamos, compré varias cajitas de jugo de distintos sabores, volvimos al hospital y en el filtro de la entrada me descubrieron los jugos (siempre he carecido de fortuna para ocultar mis pecados). Regresamos a la lejana habitación: escalón por escalón hasta el cuarto piso, paso a paso por el pasillo a la izquierda, doblando de nuevo a la izquierda en el puesto de enfermeras, paso a paso hasta la última habitación del fondo. Y entonces, pensando en el libro de los silencios que estoy escribiendo, hice un esfuerzo gigante por dejar de hablar futilidades y le pregunté a Óscar si era auténtico un recuerdo antiquísimo que tengo de él: yo con mi papá en la cocina de una casa de Manizales, visitándolo en la época en que mi tío tenía una esposa y dos hijos, cuando fue lo más parecido que llegó a ser nunca a un señor común y corriente, y desde esa cocina se veía al fondo, lejos, imponente y blanco, el edificio de la cárcel donde él trabajaba como guardián. Confirmó que era posible que el recuerdo formara parte de una situación real. Mi tío enfermo de muerte empezó a contarnos de la época en que trabajó para el Instituto Nacional Penitenciario y cómo acabó retirándose de la institución por denunciar las corruptelas de un director. Después de eso Óscar rodó por el país. Trabajó un año en una finca del Chocó, a donde lo invitó un amigo que después terminó involucrado en negocios ilícitos; nos contó cómo al patrón antiguo amigo lo mataron unos pájaros (usó ese término de los tiempos de la Violencia: pájaros, asesinos de carácter paramilitar). “Le pegaron doce tiros”, dijo, y la voz se le quebró un poco. Doce tiros, así de exactos en su memoria. Y, entonces, el dique que en algún lugar de su alma contenía sus historias se rompió. Óscar Alzate, el tío con el que yo jamás había intercambiado más de tres oraciones, ese hombre duro al que yo consideraba ajeno a cualquier emoción que significara debilidad, se puso en el momento final de su existencia a contarnos a mamá y a mí la epopeya de su paso por el mundo. Casi todo eran cosas de las que teníamos noticia, pero con un significado nuevo: el que tienen para sí mismo los asuntos de alguien a quien se le acabó el tiempo, de alguien que necesita hablar, quitarle a su pasado la tierrita que ha empleado para enterrarlo donde no pueda doler. Mi tío Óscar lloró.
Descubrí que detrás de ese tío al que nunca le había prestado atención existía un hombre que había vivido, y esto era digno de respeto. No muchos hombres son capaces de lanzarse sin miedo a la vida, torcerle el pescuezo y, si no dominarla, por lo menos hacerse sentir de ella (Arturo Cova en La vorágine: “Antes de que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la violencia”).
Al despedirnos, me atreví a darle un abrazo y le prometí que todos íbamos a estar pendientes de él. Fuera de la habitación tuve que detenerme y permitir que me salieran unas lágrimas. Le comenté a mamá: “Pobrecito, el calvario que le espera”, pues desde el principio estaba pensando en otros tíos que han muerto de lo mismo, que se han consumido despacio y con mucho dolor. Nos fuimos de Manizales, donde hacía un frío sereno. Los días siguientes fueron de mucho trabajo para mí. El jueves viajé a Cartagena para el festival de cine. Mientras tanto, mi tío Óscar sufría. Para él fueron el dolor, la morfina y esas cosas.
El viernes, mamá me llamó muy temprano. Siempre cuando tiene que darme una noticia, arma a mi alrededor una muralla de comentarios cotidianos para protegerme del impacto y luego me lo dice. Me dijo: “Y su tío Óscar se murió”. Me quedé callado. Luego le comenté el gran alivio que me producía el que su sufrimiento no se hubiera prologado durante un tiempo infamemente largo, como no debería de ocurrirles a los desahuciados de ciertos tipos de cáncer ni a aquellos a quienes una sencilla inyección puede liberar del tormento.
Como no creo en la trascendencia de las almas ni me interesa la eternidad en la diestra de creador alguno, cada vez que muere uno de los míos hago algo bonito para conmemorar su existencia. Es mi íntima ceremonia de adiós. En el caso de mi tío Óscar decidí aprovechar el lugar maravilloso en el que estoy, esa luna y esta ciudad, y disfrutar en su honor de las películas y los encuentros. Cartagena y el cine son uno de los momentos en que estoy más limpio, así que puedo dedicárselos. Lo he hecho hasta ahora y lo seguiré haciendo hasta la última proyección del festival: al inicio de cada película cierro los ojos y a modo de oración fúnebre me acuerdo de que mi tío Óscar estuvo en el mundo.
Imagen tomada de internet

domingo, enero 06, 2013

El escritor de la familia


 O de cómo en cuatro momentos de un año cualquiera se puede explicar el lugar que ocupa uno en la literatura.


Luego de dos meses y medio de total encierro no estaba tan apolillado como esperaba. En ese tiempo pasaron por las ventanas del apartamento la navidad y sus insufribles rituales, a los que no permití la entrada. Pasaron el año nuevo, su bulla y su aletargamiento, y pasaron los días enteros de enero. Por la puerta solo cruzaron tres sujetos: la noble L que viene a cuidarme, S que es la única persona con quien siempre logro conversaciones coherentes y Eli, mi inteligente alumna, que vino a ayudarme a buscar datos para el libro que me traía neurótico. Nadie más quiso pasar por aquí; a los que extrañé les hablé por Facebook, maldita red social que trunca el misterio: todo el mundo cree que uno está siempre y nadie se da cuenta de que uno se ha marchado al encierro.
Fue el año pasado, por supuesto, 2012. Todo ocurrió ese año.
Lo que me obligó a salir no fue un deseo carnal. Esto era lo que había decidido cuando opté por retirarme: no volver a las calles hasta cuando un apetito de esa naturaleza me hiciera insostenible la quietud. Lo que me sacó del encierro fue uno de esos accidentes que parecen verdadera urdimbre del destino (llámese destino al conjunto de factores, en realidad aleatorios, que dan forma a la existencia de un hombre), un movimiento de fichas elucubrado por algún dios que aspira a mostrarte algo. Y fue esto: como L estaba de vacaciones desde hacía más días de los que las plantas pueden pasar sin agua, decidí que ya era inevitable salir cuando menos al descanso que hay entre mi apartamento y las escalas que llevan hacia el mundo. Allí, justo al lado de mi puerta y tapando con su follaje el timbre del apartamento, hay una hermosa mata sembrada y mantenida por L. Esa tarde me venció la conmiseración por ese lindo ser vivo que ahora dependía de mí. Me armé de balde y agua, abrí la puerta, corrí el pasador de la misma para evitar que se cerrara por accidente, respiré para darme fuerza y, en pantaloneta y camiseta, sin zapatos ni nada más, salí al descanso. Con todo el cariño que siento por las criaturas indefensas me entregué al cuidado de la matica. Limpié cada una de sus hojas, regué sus ramas y su tronco, vertí agua en la tierra que se veía reseca. Me sentí uno con la naturaleza, compenetrado con las fuerzas de la vida, y estaba tan contento en este rol que me fijé en la planta que algún vecino —alguna vecina, más bien— dejaba languidecer en el descanso ubicado a mitad del trayecto hacia el siguiente piso. Decidí ocuparme también de esa planta. No la describo, ni describo la mía, porque a pesar de que son distintas en la cantidad de follaje y en la especie a la que cada una pertenece, en definitiva una planta de sujeto citadino es igual a la de cualquier otro.  
Entonces ocurrió lo indeseado: con todo y mi compenetración con los elementos, y con todo y mi prevención de correr el pasador, vino un manotazo de viento a cerrar la puerta y dejarme allí abandonado, en pantaloneta y camiseta, sin zapatos, sin celular ni dinero. En plena vitalidad de la época vacacional. Tras los segundos de natural estupor, pensé que tal vez hubiera alguien en el apartamento de mis tíos. Allí se conservaba una copia de la llave, pero la familia estaba de vacaciones como todo el mundo. Bajé hasta el primer piso. Atravesé el patio, esperando ser una sombra que nadie ve, y subí por el bloque del frente hasta el tercer piso. Me encomendé a las fuerzas del azar —maldita desgracia de no creer en Dios ni en las instancias a él conexas— y toqué el timbre. ¡Aleluya! Había gente en el apartamento de mis tíos. Estaba Ch, mi primo.

Ch es un sujeto magnífico, al modo máximo en que puede serlo alguien de su generación. Esto es, ante un encuentro casual —no es posible pactar con ellos otro tipo de encuentros— reaccionará siempre con sinceras expresiones de afecto. Te abrazará, te dirá lo importante que sos en su vida y, si está de humor excepcional, preguntará por tu estado de salud y emocional esperando una respuesta de no más de 140 caracteres. Eso sí, no necesités nada de ellos, que te traigan un libro de Buenos Aires o te compren una pastilla en la farmacia de la cuadra, porque la generación de Ch nació para ser servida; ellos no aprendieron de nuestros abuelos antioqueños el útil sentido del servicio a los demás, ese que te hace merecedor de un favor porque el otro sabe que en el momento oportuno también será servido. Nunca explorada su capacidad de servir más que a sí mismos, los miembros de esa generación ya empiezan a lidiar con la monstruosa realidad de sus propios hijos, tiranuelos incapacitados para el arte de comprender el progreso individual como resultado de un incesante intercambio de afectos y favores: solo yo merezco ser amado y servido en el universo del cual soy centro absoluto, siente cada una de estas horrendas criaturas, sin sospechar —ni preverlo sus padres—que más adelante tropezarán en el camino con el resto de individuos de la generación más torpe de cuantas han sido criadas por el hombre (y la mujer, valga en este caso la inclusión de género). Ellos conformarán la “sociedad” que, para colmo, habrá de vérselas con la debacle definitiva del ambiente. El final de la humanidad será una guerra de monstruos enamorados de sí mismos.
—¡Primis! —saludó Ch, y en menos de 140 caracteres le conté lo bien que estaba en el mundo y el incidente que acababa de sucederme. Me invitó a pasar.
En cuanto entré, me di cuenta de que el apartamento estaba siendo ordenado a fondo. Por doquier había libros apilados: los que mi primo había sacado de su habitación. Al instante me contó que se aprestaba a un cambio radical de vida, el cual incluía echar a la basura todos aquellos objetos que durante el colegio y la universidad le habían obligado a adquirir. O sea: esas cosas rectangulares y llenas de hojas, desdeñadas cuando no odiadas, llamadas libros. Componían las pilas enciclopedias y libracos de toda especie, en cantidades que me sorprendían. Se veía de todo: autoayuda, textos de diversas áreas, revistas, literatura buena y mala, pilas y pilas de libros que tenían por destino el único lugar al que Ch había anhelado enviarlos cada vez que un profesor malvado le obligó a adquirir un ejemplar. La basura. Y en una pila refulgente sobre la mesa del comedor, los únicos volúmenes que en toda su vida habían logrado mover a mi primo a honda emoción: la tetralogía de vampiros de Stephenie Meyer. Ya en un par de ocasiones habíamos hablado al respecto y sus ojos se habían iluminado con la ensoñación de que un romántico vampiro lo amara hasta la eternidad.
En cuanto comprendí que la del comedor era la única pila de libros destinada a la salvación, comprendí también que ciertos volúmenes desperdigados entre las demás pilas, aquí y allá en el piso de la sala, iban para la basura. Los míos, los cuatro que hasta entonces había publicado y que hasta entonces, edición tras edición, había obsequiado con amorosas dedicatorias a Ch y los suyos. Él comprendió lo que yo acababa de comprender; lo noté en sus ojos y evadí la situación con una observación jocosa sobre lo bien que me vendría recuperar esos ejemplares.
—Al menos prometé que me vas a seguir invitando al lanzamiento de tus próximas obras —fue todo lo que atinó a decir. En cuanto a mí, entendí que a Ch le pasaba lo que al resto de la familia: ya era una década de ganar premios menores y sacar ediciones marginales, así que tenían todo el derecho de sentir que a estas alturas el escritor que se había colado en su estirpe de comerciantes no les iba a dar prestigio alguno. Por eso era justo que tiraran mis libros. Aun así  no pude evitar la torpe defensa de un sarcasmo. Con esforzada negligencia en la voz le dije que no se preocupara por los lanzamientos y los ejemplares y que en últimas prefería ser tirado a la basura que permanecer en la biblioteca de alguien cuya idea de la literatura se agota en la epopeya de unos vampiros eternamente adolescentes e idiotas.
Por demás, Ch se portó bastante amable y me entregó las llaves de la salvación. Marché a mi apartamento con los cuatro ejemplares recuperados y pensando ya en a quiénes los destinaría. Es mi necedad, que no conoce los límites: igual que mi madre, siempre anhelo dar algo mío a alguien.
Muy pronto después de que en 2001 publiqué a instancias del premio Cámara de Comercio de Medellín La ciudad de todos los adioses, mi primera novela, comprendí que nada ocurriría conmigo y la literatura. No sería descubierto ni buscado por las editoriales, no sería objeto de estudios académicos, vituperios o encomios de la crítica, ni sería leído por las multitudes. Nada de eso. Sin embargo, a la escala en que sé moverme en el mundo, así, despacio y hablando siempre en voz baja, pasarían cosas. La más importante de ellas, llenaría de orgullo a mi madre, la noble L que siempre me cuida, en homenaje a quien habría de inundar de ejemplares dedicados a familiares y amigos. De esto ya he hablado en otras partes (ver, por ejemplo, mi libro Para agradar a las amigas de mamá), así que reduciré el asunto al hecho de que convertirse en un escritor publicado no sirve sino para enorgullecer a quienes lo conocen a uno y encartarlos con libros de los que pasado un tiempo prudencial habrán de desembarazarse. Por lo menos he tenido el buen gusto de no tratar de vendérselos, que es una de las acciones más lamentables de los escritores menores, y puedo decir que las novelitas me han traído uno que otro amor y me han permitido la comunicación con los lectores que a esta escala existen: pocos, pero al fin y al cabo la tropilla que lo sigue a uno.

Semanas después de la anécdota de mi primo, me encontré en el festival de cine de Cartagena con el director de una revista especializada que por esos enredos de la vida había leído aquella primera novela. Conversamos varias veces. En la penúltima de esas conversaciones me contó que admiraba La ciudad de todos los adioses, pero apelando a la sinceridad que permitía nuestra creciente amistad dijo que tenía dudas sobre si valía la pena invertir tiempo en Mártires del deseo, mi segunda novela. Su pregunta exacta fue esta:
—¿Vos qué lugar ocupás en la literatura nacional?
 Devolviendo su sinceridad le recomendé que no desperdiciara su tiempo y que más bien pensara en los autores a los que debía encomendar artículos sobre la saga Crepúsculo.
Todo ocurrió en 2012. Meses después de lo de mi primo y lo del amigo que dirige la revista especializada, me apareció un lector español. Un académico al que el destino había empujado a Colombia y en la búsqueda de la literatura colombiana posterior a todas las tragedias la web había conducido a mis libros. En su primer correo electrónico lamentó la ausencia de títulos míos en las librerías de Bogotá y propuso que le enviara mis ejemplares, a cambio, desde luego, de pagarme el costo de los mismos y del envío. Le propuse un canje del cual salí altamente beneficiado: le enviaría mis libros —menos La ciudad, del todo agotado— y él me correspondería con algunos de literatura española que yo no conociera. Un par de meses más tarde, otro correo del académico: él y su esposa venían a Medellín y, si yo no tenía problemas al respecto, querían conocerme. Mi único problema al respecto era mi timidez crónica, así que le pedí a V, una diplomática excelente, que me acompañara al encuentro de los peninsulares. Mientras V y la esposa se enfrascaban en una conversación de señoras instruidas en la que yo anhelaba intervenir, el académico se alargó en generosos elogios a mi obra y me habló de su obsesión por encontrar buenas novelas de escritores de tercer nivel de países como el suyo y el mío. Antes de despedirnos me regaló con la declaración de que en su concepto yo soy mejor que muchos de los escritores colombianos del segundo nivel. De todas maneras me sentí cómodo en el nivel en que me ubicaba, pues, según su teoría, no estaba conformado por escritores carentes de talento sino por aquellos a los que por diversas razones el mercado les era ajeno. En mi caso, y esto no se lo dije para no parecer enfrascado en una inútil defensa, se trata de que soy un absoluto renegado de la autopromoción. No soy vendedor ni siquiera de mí mismo, y bien se sabe que en todos los extremos de la calidad literaria es indispensable estar dispuesto a venderse de muchas maneras para lograr el éxito. De los García Márquez a las Stephenie Meyer, el que no se vende a sí mismo no conocerá el rostro sonriente de la publicidad. 
Dejé así el asunto y, como siempre desde aquello, me volví a acordar de mi primo.
Y como el 2012 no se podía acabar sin que se hicieran las aclaraciones pendientes, en mi último encuentro con S dimos en mirar los periódicos y las revistas de la ciudad. Él estaba escrutador esa noche. Más que los artículos, miraba los índices. De pronto, con los mismos ojos necesitados de buen consejo del director de la revista especializada en Cartagena meses atrás, me miró. Venía atormentándolo una inquietud:
—¿Vos por qué nunca aparecés en ninguna de estas publicaciones? —preguntó.
Pobrecito S, tan amigo de un escritor que nunca será famoso. Él iba a ser una especie de personaje de Truman Capote tras la estela de la alta alcurnia local, ascendiendo, ascendiendo hacia lo alto de nuestra estratificación social, pero conmigo llevaba ya tres años desperdiciando su talento para las relaciones públicas. Sentí la obligación de aclarárselo.
—Querido S, has de saber que en el vasto mundo nadie más que vos se creería el cuento de que al andar conmigo estabas acompañado por un escritor. Lamento decírtelo justo en esta época, y aprovecho para hacerte saber, si es que nadie te lo ha aclarado antes, que el Niño Dios no existe, son el papá y la mamá los que compran los regalos.
Me extendí en un etcétera de comentarios graciosos para paliar la decepción de S y caí en la cuenta de que mis libros, o al menos el acto de deshacerse de ellos, sí habían servido para algo: para que por una vez en su vida Ch se decidiera a hacer algo por alguien. Pues la noche que siguió al día del incidente de las llaves apareció en mi apartamento llevándome un plato de espaguetis que estaba bastante bueno. 
 

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