viernes, abril 05, 2013

Florentino quería ser un peón blanco



Empatábamos en el torneo iniciado unas horas antes. Habíamos parado para tomar algo y bromear. Hay que bromear y abrazarse siempre en medio de los duelos, para que estos no se vuelvan preludios a la enemistad. Fuimos al balcón, a la sala; no recuerdo qué tomamos, pero lo que haya sido lo rematé con una cucharada del mortalmente delicioso arequipe que D me trajo hace cuatro días. Fermina estaba tras nosotros, toda perdonadora después de que en un momento tenso de la primera partida yo la sacara con brusquedad de la habitación porque dos veces saltó sobre el tablero y arrojó en derredor varias fichas de D. En ambas ocasiones, menos mal, logramos reconstruir las posiciones. D iba a perder en una veintena de jugadas, pero tiene claro que en su presencia tiendo a la desconcentración y seguía luchando, con la pérfida idea de dar vuelta a las circunstancias y acabar arrinconándome con su reina y alguno de sus alfiles. Yo iba a ganar esa partida, pero perdería las dos siguientes. Éramos verdaderos contrincantes en el juego: nos gusta imaginar los dos ejércitos enfrentados, los soldados, los oficiales, las cabezas máximas de cada bando, y las angustias, los arrestos de gloria de los sujetos que a través de las fichas están representados en esta prodigiosa metáfora de la humanidad que se inventó a lo largo de muchos siglos en los países del Oriente. Nos gusta pensar que en nuestros enfrentamientos están implícitos el largo tiempo de las guerras, la sangre y el dolor de los combatientes, el ansia, la patria, las pasiones que se dan entre los guerreros, todos esos elementos de los que se componen las epopeyas. Sus historias. Por eso me exasperó la intrusión de Fermina y fui brusco al retirarla: no era un juego lo que podía dañar pasando por encima del tablero, sino la auténtica guerra entre dos imperios abandonados por sus dioses en algún vericueto de la eternidad. Ahora, arrepentido, la estaba mimando en la sala.
Estuvimos listos después de un rato largo en el cual charlamos –con D siempre hay motivos para charlar–, nos reabastecimos de comida y vino, en fin. Yo imaginaba que mientras tanto los dos ejércitos se preparaban, expectantes, en el tablero. Pensé en los largos tiempos, los muertos tiempos de la espera, en que a los guerreros los corroe la ansiedad antes de iniciar cada batalla. Para nosotros, una hora; para los hombres y las bestias resumidos desde hace doce siglos en el ajedrez, esos guerreros de los mil imperios, largas horas de tiempo muerto antes de la acción. Llevo días pensando en una película que narre esto: una partida, entre los jugadores cierto juego de pasiones, y la narración en dos niveles: el de los jugadores al mover cada ficha, esperar, jugar (la tensión que los une pero amenaza con un estallido), y el de las hordas de hombres, mujeres y bestias que para el espectador se revelan al tocar un jugador cada ficha: el maharajá que preside un consejo de generales cuando el ejército enemigo lo pone en peligro al ser movida, por el respectivo jugador, la reina blanca hacia la posición de jaque. El maharajá tendrá forzosamente que estar enamorado de la dama que lo amenaza, pero también forzosamente tendrá que ponerla en peligro cuando sus elefantes se interpongan en el camino de la dama al mover el respectivo jugador la torre negra a la posición en que se bloquea el jaque. 
En eso iba pensando. Un paso mío hacia el tablero debía equivaler a la espesa caída de la noche en una selva india donde los guerreros de un maharajá se convencían de que su señor merecía la vida que iban a dar por él y alguno de ellos, un hombrecito que moriría primero –ah, anodino peón del rey que al avanzar daba salida a un alfil y a su reina–, escribía un poema para la posteridad. ¿Qué bella aldeana amaría a ese soldadito que estaba al borde de la inmolación? Me encaminé al cuarto, donde habíamos dejado listo el tablero. Entré y lo vi. Florentino, el circunspecto, gran señor de las huestes gatunas que solía pasar por donde jugábamos sin darse al menos por enterado de nuestras epopeyas, había decidido en nuestra ausencia tomarse el campo de batalla. Aguardaba como un ídolo sentado en el tablero, en medio de los dos ejércitos, admirado por ellos como por mí: soberbio, realzado en llamas por la luz de la lámpara, imagino el terror colectivo que provocaría en el ejército negro contra el cual parecía dispuesto a enfrentarse en calidad de magnífico peón.
Llamé a D para que viera esto. Sacó su celular y le tomó una foto antes de que él, desdeñoso, abandonara en silencio el escenario. Quería jugar, pero no con nosotros. D encerró un peón de cada color en sus manos y las extendió para que yo escogiera una y el azar decidiera con cuáles fichas jugaría cada quien. Fermina volvió al rato y pasó por encima del tablero sin tumbar una sola pieza. Después, cuando todo había terminado entre nosotros y los guerreros, cuando la partida y la película estaban concluidas, se recostó con delicada imponencia sobre el tablero, en el que unos pocos combatientes de cada lado, más de los negros, los supervivientes, celebraban unos la victoria y sopesaban otros el futuro, quizá analizaban la posibilidad de la insurrección. En G1, el rey blanco aprisionado. En G2, custodiada desde C6 por su último alfil, la reina negra miraba con ojos de triunfo el trono conquistado: si el maharajá su señor estaba enamorado de la dama blanca, ella les había hecho a todos la afrenta definitiva de subyugar al maharajá blanco. Era ella, la estratega de alma imponente y oscura, la no amada, quien había tomado a la bobalicona blanca, y era esta quien en vez de beber almíbares en los brazos del maharajá negro esperaba en una torre fría, desterrada de los escaques, la redención de otra partida, otra historia con otros combatientes y otros gatos a los que admirar como a dioses.



Eternidad de los gatos

A Florentino, en el primer día de su perenne ausencia     Los gatos navegan el tiempo como las madres antiguas                ...