jueves, diciembre 04, 2014

Nuevos usos de la zanahoria en el siglo XXI




Prólogo al libro Humo de medianoche del periodista Felipe Ramírez Valencia. Así resumo el impacto que me causó este libro: leer a Felipe hace que le den a uno ganas de ponerse a escribir.


Aquí, el capítulo "180 días de Hamilt": 

Alguna de esas mañanas, cuando aún no éramos amigos sino apenas un profesor y su alumno tocado por la literatura, le pregunté a Felipe a qué le gustaría dedicarse. Su respuesta estuvo algo distante de lo que yo esperaba. No habló de aventurarse en heroicas cruzadas en busca de la verdad, como hacen los estudiantes cuando quieren responderle a uno lo que creen que uno quiere que le respondan, y ni siquiera habló del periodismo y sus devaneos con el romanticismo, sino que fue al grano con una respuesta que a mí mismo me gustaría tener en la conciencia cada vez que me pregunto por el deber ser de esta vida tan distanciada de lo que debería ser: “A ver películas y a leer novelas”. Eso dijo, bien que lo recuerdo.
Han pasado unos pocos años y hoy la respuesta sobre el querer hacer continúa repartida entre las películas y la lectura, pero ahora la segunda actividad se decanta por el periodismo. “Historias que atrapen, no importa sobre qué tema, simplemente que lo transporten a uno dentro del universo narrado”, aclara. Estamos caminando por las calles del que hasta hace unas horas yo creía el pueblo más feo del oriente antioqueño. Con eso de que en las últimas décadas a estos pueblos les dio por derribar la bonita arquitectura que tuvo en pie su forma de civilización durante dos siglos y ponerse a imitar a Medellín, a los barrios pobres de Medellín, la región se volvió tremendamente fea. Mero ladrillo y cemento por todo lado, poca pintura, ausencia de buen gusto. Para ser exactos: puebluchos de paupérrima arquitectura en medio de una naturaleza sublime. Marinilla, creía yo, era el más feo de todos ellos: una especie de Santo Domingo Savio, el barrio insignia de la que antes fue la Comuna Nororiental de Medellín, con sus casuchas apeñuscadas en una serie de lomas laberínticas.
            —Este pueblo es muy feo —dice Felipe a cada rato, no sé si con humildad o con ironía, como adelantándose a mis acusaciones sobre dicha fealdad—. Es un asentamiento de casas y casas sin ningún orden que le muestran a uno que el pueblo no fue pensado para ser pueblo.
            Alcalde de Marinilla no vas a ser —advierto.
 Menos mal.
Sí, menos mal. Pregunto, tratando de aclarar:
¿Pero no era un pueblo como bonito antes y se fue degradando en las últimas décadas?
Responde con un monólogo de conocedor que de todas formas ama el lugar:
El centro del pueblo tuvo una arquitectura colonial que paulatinamente ha sido reemplazada por edificios: es buen negocio vender una casa grande y vieja para construir y vender apartamentos a diestra y siniestra. Solo el centro tuvo arquitectura colonial; las casas que lo rodean son hechas de cualquier manera. Y el parque se ve más feo de la cuenta porque un árbol podrido se cayó y la alcaldía no tuvo otro remedio que acabar de tumbar… Las administraciones, sobre todo las pasadas, solo invirtieron en obras para robarse tajadas descaradas de dinero: si Marinilla es feo en las últimas décadas, es culpa de la corrupción desmedida. Lo más triste es que a la gente le meten no los dedos, sino la mano completa a la boca, y no hace nada.
A pesar de las verdades del diálogo anterior, en realidad no es tan feo el pueblo de Felipe. Llevamos unas horas andando las calles en busca de los personajes del libro o de que al menos la noche avance y he comprobado mi impresión de que la arquitectura que lo hacía más o menos bonito ha sido arrasada, pero también es cierto que se ve limpio, el clima es de un frío muy agradable y más allá del centro encuentra uno calles y barrios en los que no vendría mal acomodarse por un tiempo.
Vengo pensando en los personajes de Felipe y en el pueblo por el que estamos caminando y en la época que habitamos. Pienso en que Marinilla fue durante buena parte de los siglos XIX y XX uno de los bastiones de la colonización antioqueña del occidente del país. Hordas de campesinos desposeídos y de señorones que habían heredado de la guerra de independencia y de los conflictos civiles del primer momento de la República latifundios del tamaño de países europeos, emprendieron con sus familias la conquista y dominación de las montañas selváticas que hoy son los departamentos de Antioquia, Caldas, Risaralda, Quindío, Chocó, Tolima y Valle del Cauca. Algo de épica y poesía hubo en ese proceso y en él se agotó lo poco de glorioso que hay en la conformación de nuestra cultura. Felipe y yo, y la gente que marcha a nuestro alrededor esta noche, somos los bisnietos y tataranietos de aquellos héroes. Lo son, también, los muchachos que habitan el libro.
¿Quiénes son ellos?
Vamos por la peatonal, una vía larga en cuyas últimas cuadras una hilera de bonitas lámparas ilumina bien el ambiente. Esas lámparas son, digamos, el toque chic de Marinilla; me encantan. Al final, el espacio minúsculo que los lugareños denominan el TAL y que el alcalde, cualquier alcalde —todos son el mismo: ineficiente, ladrón, ostentoso de sus obras pírricas e inconclusas— anunció en su momento como el Teatro al Aire Libre. No hay teatro. De lo que en algún plan de desarrollo ha de figurar como un esperado punto de encuentro de las artes y los artistas, lo único que existe es una serie de gradas de cemento, más o menos dispuestas en un semicírculo en cuyo punto focal debería de haber, pero no habrá nunca, una concha acústica. Digamos, es de hecho una plazoleta llena de concreto que habría podido constituir una solución a la falta de espacios culturales del municipio. Lo que se solucionó fue la falta de un punto de encuentro para los más jovencitos, quienes de vez en cuando organizan allí presentaciones de break dance pero más que todo lo usan para eso: congregarse, charlar, quizá poner en práctica sus primeros arrestos de rebeldía.
            Centenares de muchachitos de todos los sexos se concentran aquí. Pensaría uno que en cualquier momento aparecerá una profesora regañona, megáfono en mano, y los pondrá a izar la bandera. Hasta Felipe, que apenas tiene veintitrés años —igual que el personaje que se llama como él en el libro—, luce de pronto demasiado viejo.
            —Pubertos emborrachándose —describe—. Y otros trabándose.
Estamos buscando dos cosas. La primera, los personajes del libro, pero yo en el fondo no quiero encontrarlos. Ya que para efectos de la gran narración provengo de la literatura, prefiero concebirlos así, como los narra el magnífico cronista que tengo al lado, hermosos, interesantes, tan jóvenes, que enfrentarme a los sujetos abocados al desencanto que seguramente serán en la vida real. Sea cual sea la realidad, sea lo que sea, está mejor contada en los libros que en el mundo concreto, y no me cabe duda de que Manuel, Gabriel, Daniel, Hamilt, Álex y Pipe habrán de gustarme mucho más en el relato que de ellos hace Felipe que sus correspondientes del mundo… ¿real? Bueno, ¿no es real la vida de los personajes a los que narra un periodista? ¿No es real la vida de unos sujetos que se pasan los días y los meses desvaneciéndose en volutas de humo?
Esto cuenta el libro:
Seis muchachos deambulan por las noches de un pueblo ubicado en las altiplanicies de los Andes colombianos. Si los miráramos desde afuera pensaríamos que no tienen presente y dudaríamos de sus posibilidades para el futuro; acaso los consideraríamos unas sombras que expelen humo y los dejaríamos ir de nuestra memoria.
El narrador de Humo de medianoche nos los devela como lo que son: jóvenes de intenso presente y vibrante futuro, unos que por ahora tienen el destino enredado en la marihuana, pero que por lo mismo gozan de una existencia plena de imágenes, pensamientos, sensaciones. Ideas. Con los cinco sentidos de un periodista que además es escritor, Felipe Ramírez Valencia les insufla vida a las sombras y las convierte para nosotros en personajes.
            No usa una prosa potente. La suya es, en cambio, una prosa bella, puesta al servicio de la verdad; en ello estriba su fuerza. Es, como indica el deber ser del periodismo, una escritura sólidamente fundamentada en lo que Norman Sims, teórico del periodismo literario estadounidense, denomina la inmersión. Felipe estuvo ahí. Conoció a sus personajes, compartió sus sueños y desesperanzas, cultivó por ellos un auténtico afecto; con respeto, amor, rigor, logró estar como si no estuviera, tomó nota de sus vivencias, con sapiencia trasladó la esencia de esos muchachos al universo de la palabra escrita.
¿No me va a hacer preguntas? —me pregunta, igual que a él uno de sus personajes en una de las crónicas. El propósito de la visita era asomarme al mundo de Felipe, el autor de esta serie de relatos que he leído con tanta emoción desde los borradores iniciales. Quería conocer in situ sus ideas sobre el periodismo, la literatura, el pueblo, las fuentes, los personajes, la gente.
Quería también convertirme en un testigo presencial del lugar que sirve de escenario a esas seis historias y corroborar o derribar mis prejuicios. Muchas pinceladas traza el narrador de Humo de medianoche para describir los múltiples rostros de Marinilla. Tengo a la mano esta que me fascina por su sencillez y contundencia, del día 72 de Hamilt (el relato que más me gusta, lo confieso): “Olor de ciudad. De ciudad no, más bien de pueblo. Huele a nubes, a polvo húmedo, a calles mojadas con historia confusa”.
—La música, la literatura y el cine son las tres artes que más me apasionan —comenta Felipe, y el que lea este libro entenderá la contundencia de sus gustos.
Lo segundo que buscamos por todo el pueblo es una revueltería que esté abierta a estas horas. Y preciso la encontramos en el marco de casas del TAL, al fondo, detrás de donde estaría la concha acústica si este lugar hubiera sido un teatro al aire libre. Él nos ha contado, a mí, a la escritora y a la fotógrafa que nos acompañan, que alguno de ellos le enseñó a armar una pipa con la punta de una zanahoria para desvararse cuando no tuviera a mano los adminículos necesarios. Trae, por supuesto, algunas briznas de ganjah que le obsequió otro de sus personajes, el que la cultiva en el solar de su casa: no podríamos abandonar la noche sin mínimamente alzar el vuelo.
El anfitrión consigue en la tienda una zanahoria grande, gorda, erecta y apetitosa como para Bugs Bunny, y el revueltero le presta además un cuchillo. Atraviesa el mar de muchachitos y viene a nosotros. Con destreza corta la punta y moldea la pipa. Cada uno enciende su poquito, aspira, enciende, aspira, se quema, se eleva, y cuando en pocos segundos mi mente se desdobla descubro que algunos de los pubertos no hablan con sus amigos, no ven a nadie, tienen los ojos puestos en su mundo interior. Me doy cuenta de que para muchas personas la marihuana es como el muro de la isla prisión que relata Bioy Casares en esa novela, Plan de evasión. Los reclusos pasan la vida como hipnotizados mirando el muro y el narrador poco a poco va descubriendo que en las manchas existe un patrón de imágenes que los llevan en mente, ya que no en cuerpo, a los paisajes más hermosos de la Tierra. Los prisioneros se niegan a dejar la prisión. Igual que los marihuanos, pienso de pronto. Para muchos, la yerba funciona como un perfecto plan de evasión.
Tiene que ocurrir, desde luego: acabamos comiéndonos la zanahoria. Soy uno de los reclusos de Bioy Casares y mi viaje es interior. Despedazo la zanahoria con mis dientes y noto cómo se hace una masa de piedrecitas jugosas y dulzonas en mi boca. Rumio durante largo rato, maravillado con los sabores, y luego trago. Siento los fragmentos despeñarse esófago abajo hasta el abismo profundo de mi estómago, los siento desaparecer en las insondables simas de mi entraña. Casi soy capaz de percibir cómo allí se descomponen en sus elementos esenciales, las vitaminas y todo eso, y soy feliz. Tal cosa, creo, es la come-trapo (munchis, en el idioma tosco de los bogotanos): no un hambre desmesurada que despiertan los componentes secretos de la cannabis, sino el ansia de probar las sensaciones que pueden percibirse con los sentidos activados en los recodos más ocultos del organismo. El vuelo es un enloquecido viaje por el adentro y el afuera del cuerpo, en el que los sentidos se alternan para mostrarnos diversas facetas del universo más bien desconocidas por la cotidianidad. Cuando además participa la mente, el viaje se hace entre las dimensiones. A veces se involucra también el espíritu y es ese uno de los escasos momentos en que a los humanos les es dado avizorar cómo trabajan los dioses. En esto, la marihuana se parece a otros regalos del reino vegetal, si bien le falta la majestad, digamos, del yagé.
            De todo esto, y de la vida íntima de su generación, habla Felipe en su libro. Cuando me presentó los primeros borradores de lo que entonces era su proyecto de grado, supe que me hallaba ante un trabajo importante. Un cronista de los grandes nacía delante de mí.
            —Lo único que te pido —le dije con la misma emoción que siento ahora— es que me permitás el honor de escribir el prólogo.
            Dos años o más han pasado. Felipe se graduó con mención de honor, siguió cultivando la amistad de sus personajes, hizo más inmersión en sus historias, obtuvo el premio de la Gobernación, corrigió la primera parte y escribió la segunda. Generoso, mantuvo la promesa de permitirme escribir este prólogo. Lo llamé para que me diera unos datos y me mostrara el pueblo.
            —En todo caso —dijo hace unos segundos—, no me haga ver como un ogro, que en últimas yo soy uno de esos pubertos.

           


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