Al otro lado de la calle vive una borracha
que el año pasado se quedó insultando al vecindario cuando los policías se
fueron después de decirle que debía apagar su inmunda fiesta. Llevábamos varias
noches soportando el estrépito y esa vez, hartos hasta el borde de liberar a
los asesinos que deberíamos llevar en algún rincón del espíritu, le hicimos al
barrio el favor de llamar al cuadrante. Los policías vinieron pronto, la
borracha los recibió con alborozo, les ofreció natilla, baile y aguardiente,
trató de convencerlos de que era motivo de júbilo general el que sus familiares
hubieran venido de la USA después de dos años y accedió a parar la música. Los
policías se fueron. En cuanto vio las motocicletas dar la vuelta en la esquina,
ella empezó a gritar denuestos y declaró a todo pulmón que su fiesta apenas
empezaba. La cuadra entera permaneció muda. Y sí: apenas empezaba. Los
familiares, gente que allá vivía vidas miserables —digo— y aquí se mostraba
emperifollada, se veían algo incómodos por el escándalo pero no dejaron de
acompañarla en el ruido.
Hoy descubriremos con estupor que fue vana
nuestra esperanza de que la gentuza esa, la borracha y sus familiares, se
hubiera ido. Teníamos la impresión de que lo habían hecho, porque algún
comentario les oímos entonces sobre la intención de trastearse y a lo largo del
año nunca más hubo ruido en esa casa. Pero no: como prescribe Murphy,
indefectiblemente lo que está bien se daña y lo que está mal tiende a empeorar.
En las últimas semanas hemos descubierto que aun sin la borracha y los suyos el
barrio es de por sí estridente. Cada mañana nos despiertan muy temprano las
palomas que infestan el techo. A mí suelen gustarme mucho, dado mi espíritu
irracionalmente animalista, pero D ha empezado a odiarlas y hasta ha fantaseado
con una masacre de plumas y piquitos tiernos. El celo de las palomas en nuestro
tejado se mezcla después del amanecer con las proclamas a voz en cuello o vía
megáfono de la horda de vendedores ambulantes que asolan estas calles con una
variedad insólita de productos. No paran en todo el día los vendedores, no
paran las palomas. Sumemos los carros. Los niños y las señoras que chillan. Y
en la noche, sobre todo los fines de semana, la gama más grosera de gentuza:
iguazos de variadas apariencias que arman fiestas para ellos solos pero con estruendo
para el barrio entero. El neologismo ‘iguazo’ fue introducido a finales de los
noventa por unos tipejos que hacían un programa de sátira social en la
televisión y designa al sujeto basto que atraviesa todas las capas de nuestra
nacionalidad. Los iguazos del barrio son unos posadolescentes que se parchan en
la esquina a hablar duro y llevan un equipo portátil en el que ponen a todo
taco lo que llaman ‘músicas urbanas’ (algarabía maluca); también la media
docena de familias distribuidas con gran sentido de la estrategia en las
cuadras alrededor de nosotros, quienes arman sus fiestas con otras músicas —despecho,
salsa, vallenato, reguetón y sus horrendas derivaciones— cada vez que les da la
gana, domingos a la medianoche incluidos; y la que yo más aborrezco, mi enemiga
personal, una mocosa a la que no le he visto la cara pero que de sábado en
sábado me arruina la tarde de lectura sacando a la ventana de su habitación un
bafle gigantesco, como de pueblo costeño, y poniendo durante horas una
mezcolanza de todos los ruidos inmundos que puede haber creado la mediocridad
humana.
Las ocasiones del ruido se han densificado
conforme avanza noviembre, mes lúgubre en otros tiempos y en los actuales una
vulgar antesala de diciembre. A mitad del mes los muchachitos empezaron a salir
a vacaciones y, como no hay forma de desterrarlos, lo que desde octubre venía
estando mal se ha vuelto un tormento. Ruido. Ruido. Ruido. Tendremos que huir,
D; salgamos por el planeta a destruir los templos del dios idiota al que se le ocurrió
juntar en los latinoamericanos el gen de la alegría con el de la bulla.
Henos aquí, pues, aguardando la ceremonia
más absurda que se ha inventado desde cuando comenzaron a inventarse las
absurdas ceremonias de la navidad. Como estas, aquella surgió de un mito
colectivo que al correr los años tomó forma de verdad en el corazón del vulgo.
Se la denomina ‘la alborada’ (casi habría que escribirla ya en mayúsculas). Consiste
en que a la medianoche del 30 de noviembre se lanza a la atmósfera de Medellín
toda la pólvora del mundo. Los tontos creen que es una celebración de la
llegada del mejor mes del año, pero ellos
mismos saben que es en realidad una celebración de las tinieblas que habitan el
lado más vil de nuestra conciencia. Se inició en el año 2003, a raíz de la
falsa desmovilización de un grupo paramilitar (fingieron deponer las armas y
obtuvieron mil indultos). El mandamás le ordenó al populacho recibir a los
dizque desmovilizados con pólvora, pero no solo en el sector donde la mayor
parte de ellos vivía, en las comunas del oriente, sino en la ciudad entera para
demostrar que ellos seguían al mando. Y al mando siguen doce años después.
—Tratá de resemantizar la celebración —clama
D, que creció durante diez alboradas con su hermano, contemplándolas
emocionados desde la terraza de su casa y aprovechándolas para brindar por el
amor de la familia y por la belleza de la vida. Meditaban ellos y se celebraban
mientras la pólvora estallaba con un millón de encantos en el cielo.
D tiene la clarividencia de los que han
estudiado mucho y bien, al punto que me sirve de faro en el brumoso mar de mi
existencia. Sin embargo, me es difícil aceptar la pureza de su interpretación.
Para mí, todo lo que tiene el origen innoble de nuestras guerras seguirá
mancillándonos por siempre.
—Difícil —replico—. Por muy bonito que se
vea el espectáculo, y es innegable que incluso es sobrecogedor, no se puede
olvidar que en su origen hay muchas muertes, mucho dolor y demasiada infamia.
Existe entre nosotros cuando menos una
generación de distancia. La mía empieza a envejecer y carga el fardo de haber
sobrevivido a la época más aciaga de la ciudad; la suya creció con algo de luz
en su destino. Por eso mi verticalidad, en contraste con su disposición a
contemplar las virtudes de la alborada. Que las tiene, digo. Aquello de la
pólvora que acompañó siempre las mejores noches de navidad en la niñez, la
belleza de las luces multicolores que revientan por doquier y un cierto
espíritu colectivo que se predispone a la alegría —así no sepa el porqué de tal
alegría, alego yo: el sinsentido.
A las once pasadas nos asomamos a la
ventana del estudio con el fin de ver cómo empieza a tremolar el ambiente.
Entre las cosas buenas que tenemos aquí se halla la vista. Desde nuestras
ventanas tenemos dominio sobre el occidente, norte y suroriente de esta ciudad
que trepa por las montañas. Algunas lucecitas se elevan y revientan ya, regadas
por el valle. Sin embargo, no es esto lo que capta su atención.
—Te tengo una mala noticia —informa. Su
voz alarmada. De veras.
Sigo su mirada y la mía se posa con la
suya muy cerca de donde estamos. Al otro lado de la calle, a unos veinte metros
en diagonal, del lugar de donde desde hace rato proviene la batahola de las
canciones que absurdamente identifican la temporada, unos niños y unos adultos
igual de bullosos prenden una candelada justo en la acera de la borracha. Portan
peroles y carnes varias y, se ve, ánimo para empezar la versión de diciembre
que les gusta.
—¡Ay, ay, ay! —gimo—. O sea que esa gente
no se ha ido de por aquí.
Niños. Muchos niños. Los de la familia de
nuestra amiga y los muchísimos de la cuadra. Todos revolotean por la calle. Un
signo del subdesarrollo, sin duda: nubes de niños igual de tóxicas que las
nubes radiactivas. Pero, más letales que ellos, los adultos burdos que los
crían y a los que acabarán emulando sin remedio. Esos que se autorizan a sí
mismos a sacar la fiesta de sus malditas casas a costa de la tranquilidad a que
todos tenemos derecho. Difícil, muy difícil, practicar la tolerancia con tales
escorias.
—Tolerancia no significa aguantar que el
otro haga lo que le dé la gana con vos.
—En la escuela Epifanio Mejía del barrio
Aranjuez, donde estudié la primaria, la señorita Consuelo Gil de López, a quien
con gusto le erigiría un monumento, nos enseñó la clave más elemental de la
convivencia: la libertad de cada cual termina donde empieza la de los demás. ¿Por
qué un mensaje tan sencillo, tan sabio a la vez y que se transmite a la
totalidad de las mentecitas en formación, no es una de las premisas que guían
el comportamiento general? ¿Por qué los niños de nuestra ciudad involucionan en
la borracha y sus parientes que lavan inodoros wasp en Nueva York y aquí se
creen los paracos de la cuadra?
D, para mí la libertad consiste en hacer
lo de la muchacha del frente. Habita el tercer piso de la casa que está al otro
lado de nuestro edificio y desde nuestra cocina dominamos la visual de su baño.
Que sepamos, vive con el papá y la mamá y la visita con cierta regularidad un
tipito que ha de ser su novio, su amante o cualquier cosa. Nunca le hemos oído
siquiera la voz. A veces se les escabulle a los viejos, entra al baño, abre las
dos alas de la ventanita y con la cabeza en dirección al cielo le da plones a un
bareto, o hace el amor con el tipito. Cuando vemos esto nos apartamos de la
ventana, de manera que pueda proceder a gusto. Para ser justos, de hecho la
mayoría de nuestros vecinos habita el espacio con parecida discreción a la de
la muchacha. En la medida en que ejerzan su existencia sin molestar, hasta los querremos.
No hay mejores amigos que los que no existen.
—Ahí va el primer globo de este diciembre —anuncio.
Le señalo una lucecita amarilla que se eleva en el cielo frío del nororiente.
No hay estrellas.
—Qué hermoso y qué peligroso.
He ahí la dualidad trágica de seres como
los globos de navidad. Son pedacitos de fuego envueltos en papel de china (aquí
se le llama papel globo, precisamente) que la gente eleva en un lugar con la
ilusión de que surquen el éter y lleven mensajes de buena voluntad a personas
distantes. Uno los ve pasar a lo lejos y se emociona. El problema es que no
siempre caen en lugar propicio para transmitir el mensaje y con frecuencia
causan incendios. Así, igual que la pólvora, los globos acaban siendo señal de
nuestra alegría insensata y egoísta, vacua, vana.
—Igual que este mes de diciembre, que los
iguazos reciben como el mejor del año sin caer en cuenta de que todo en él
carece de sustancia. ¿Qué celebramos? ¿El nacimiento de un individuo que tal
vez ni siquiera existió y que en caso de haber existido nació fue en abril?
Algo de fascinante tiene el asunto, hay que admitirlo: una ilusión colectiva
que de tanto alimentarse acabó infectando la historia real. Así pues, porque el
relato lo dijo, Cristo existió; nació en diciembre y dio origen a… Bueno, lo
que somos. ¿Qué más celebramos? ¿El final y el comienzo del año? Otra ilusión,
un artificio. Si de finales y comienzos hablamos, tendrían que fijarse en
alguno de los equinoccios o de los solsticios, que sí marcan finales y
comienzos en el periodo de traslación terrestre alrededor del sol…
Como percibe que estoy dispuesto a alargar
la perorata, D toma la palabra para ilustrar:
—La verdad social es una usanza. La
sociedad acontece en convenciones.
No hay estrellas, pero entre las nubes
aparece con coquetería la luna menguante. Descubrimos que faltan menos de diez
minutos para las doce porque en derredor, aquí y allá, y cerca y lejos, empieza
a arreciar la pólvora. Luces, estallidos, fantasmas de humo. La ciudad
encajonada entre las montañas sucumbe en un santiamén al hervor del alegre
exhibicionismo. Este es el instante que los animalistas esperan con pánico: los
pájaros y alimañas en los árboles, los animalitos callejeros y las mascotas en
los hogares elevan sus niveles de estrés en proporción directa al bochinche.
Visualmente espléndido y ética y estéticamente dudoso, el espectáculo de la
alborada aplasta durante largos minutos a Medellín. Hay un momento en que
emociona, sí. Es cuando descubrimos que, igual que la de nuestro estudio, las
ventanas de las cuadras adyacentes están pobladas de gente que mira, oye;
sombras retozan y se quieren en las azoteas. Todo el horror, pero también toda
la gloria, de nuestro ser colectivo se volatiliza con estruendo en el aire. En
ese momento todos en Medellín somos una sola ciudad. Pero dura poco. Minutos
después, cuando el furor decae, de nuevo hay el estropicio de los bafles de
pueblo costeño. Miramos a Lucrecia, la gata a la que pertenecemos, que ha
estado parada todo este tiempo en la mitad del estudio sin alterarse pero sin
tampoco mostrar signos de entusiasmo. Entonces, a unas diez cuadras al
noroccidente, hermosos fuegos pirotécnicos explotan como una supernova que
opaca al resto de la galaxia. Es el vecino barrio Antioquia, nido de
expendedores de droga. Los narcotraficantes —colijo, pero pueden también ser
inofensivos líderes comunitarios— prolongan otro cuarto de hora la ensoñación.
—Cuántos millones quemados en pocos
minutos —reflexiona D.
—Y cuántos niños. Mañana lo veremos en las
noticias.
Retomamos la conversación:
—Otro globo —le muestro—. El quinto de la
noche.
—Qué hermoso y qué peligroso.
Y la luna, sí, coqueta. Es el calificativo
que mejor le cuadra a ese simpático satélite que juega con las nubes.
Apenas se les acaban los fuegos
pirotécnicos, los del barrio Antioquia arrecian con el alboroto de sus armas.
Revólveres y ametralladoras se disparan —al aire, espero— en señal de
prolongación del regocijo inmenso que embarga a los narcos. Tengo que
explicárselo a D, cuya alma pacífica no sabe distinguir entre pirotecnia y
balas.
—Qué armada está la ciudad —se alarma.
—Pues te confieso que yo a veces quisiera
estar igual de armado y aprovechar la vista privilegiada que tenemos aquí para
descerebrar a unas cuantas bestias de esas.
—¿De qué te serviría? ¿Acaso nunca viste CSI Las Vegas?
—Tenés razón —admito—. Hasta un estudiante
de criminalística de la Universidad de Medellín descubriría con un mínimo de
análisis de dónde proceden las balas que le hicieron ese favor a la ciudad.
—En todo caso, qué vamos a matar nosotros
a nadie. Somos la clase de gente que se aguanta todos los abusos porque no cree
en la violencia.
—Eso somos, qué rabia.
Resumimos nuestra impotencia en esta
exhortación:
—Mejor cerremos la ventana, pa que no
veamos más a esta chusma hijueputa.
Nos
abrazamos de costado. Baja la cortina. Aunque el furor ha decaído, aún estallan
voladores en diversos puntos de la ciudad. Seguirán estallando en la mañana,
cuando nos levantemos.
En el
apartamento quedamos nosotros, la gata, las plantas y el ruido, el inevitable
ruido de la gentuza que celebra la llegada del mes más insufrible del año.
—¿Estás
bien? —le pregunto al rato.
—Estoy meditando. Para mí se acaba el año
en este momento. El resto del mes es el comienzo del otro año.
—Ya veo. Los propósitos y todo eso del 31,
pero un mes antes. Por la alborada; qué bonito ritual.
—¿Y vos? ¿Estás bien?
—Estoy triste.
—¿Por qué estás triste?
—Porque la borracha no se ha muerto ni se
ha ido.
Pienso, sin embargo, que la pobre mujer ha
de ser una esmerada trabajadora que a lo largo del año se mata por mantener a
los suyos y todo eso, hasta viuda será, el tipo de persona que me genera
simpatía porque hijo de una viuda trabajadora y sacrificada soy yo mismo. Lo
más seguro es que ni siquiera sea una borracha, que apenas se pase un poquito
de copas y repelencia en ciertas celebraciones, y en todo caso si lo es a mí me
tiene sin cuidado. La resemantizo. Pero no me dura la empatía, pues, como si
fuera la mala literatura y no la vida quien dicta los acontecimientos aquí
relatados, por encima de la música supérstite se levanta de pronto una voz
gangosa, gritona, vulgar.
—¡No puede ser! —exclamo.
Vuelo a la ventana de la cocina, levanto
la cortina y descubro con pánico que es cierto, que no se ha muerto ni se ha
ido. A veinte o menos metros de distancia en diagonal, en el único balcón
iluminado de la cuadra, un manatí deforme se retuerce en un sillón y habla por
celular. Sus gruñidos compiten con la estridencia de la música para que los distingamos
sus familiares en Nueva York y sus vecinos en la cuadra. Sí, es ella. Igual que
Jesucristo, la borracha salió del relato y se impuso a la historia y hela aquí,
allí no más, ofreciéndoles cuidado, protección y fiesta a los que vendrán a
pasar con ella las fechas en que la gente se ama con todo el corazón.
Algo comenta D. El estupor me nubla la
memoria. Me prefiguro las sillas en la calle, la carpa, el asador y los bafles
enormes que sonarán tantas veces en este mes cuyos primeros minutos son ya una
pesadilla.
—Esperate,
yo le tomo una foto. No saldrá buena, pero quiero tener el recuerdo. ¡Huy, qué
susto que me pille y me insulte!
Disparo varias
veces la cámara de su celular. Vemos las fotografías, deficientes debido a la
prisa con que se tomaron. Mi ánimo decae.
—He tomado
una decisión radical —anuncio.
—A ver.
—Cuando me
muera, le voy a exigir a Dios que en mi próxima encarnación no me haga volver
como humano.
—¿Y qué
querés ser?
—Una piedra
del camino. Salir disparado desde el interior de un volcán y antes de caer al
suelo descalabrar a un pastor cristiano; estar ahí durante milenios y que
después alguien me coja y me use para destortillarle la cocorota a un
encapuchado de asamblea estudiantil y luego a un policía antimotines, y así:
pasarme la vida de tusta en tusta golpeando gente ruin. Que un tipito como
nosotros me lance desde un quinto piso contra la cabezota de un organizador de
fiesta barrial y le rompa las ganas de esparcir el espíritu navideño.
Se lo piensa
un momento. Sonríe con un gruñido.
—Mmm… ¿Qué
es la cocorota?
—La cabeza.
Así se le decía en mis tiempos; está en el diccionario y todo.
—Pues yo
creí que tus tiempos eran estos. Je.
—Je.