miércoles, diciembre 09, 2015

Besos, abrazos y estruendo

Al otro lado de la calle vive una borracha que el año pasado se quedó insultando al vecindario cuando los policías se fueron después de decirle que debía apagar su inmunda fiesta. Llevábamos varias noches soportando el estrépito y esa vez, hartos hasta el borde de liberar a los asesinos que deberíamos llevar en algún rincón del espíritu, le hicimos al barrio el favor de llamar al cuadrante. Los policías vinieron pronto, la borracha los recibió con alborozo, les ofreció natilla, baile y aguardiente, trató de convencerlos de que era motivo de júbilo general el que sus familiares hubieran venido de la USA después de dos años y accedió a parar la música. Los policías se fueron. En cuanto vio las motocicletas dar la vuelta en la esquina, ella empezó a gritar denuestos y declaró a todo pulmón que su fiesta apenas empezaba. La cuadra entera permaneció muda. Y sí: apenas empezaba. Los familiares, gente que allá vivía vidas miserables —digo— y aquí se mostraba emperifollada, se veían algo incómodos por el escándalo pero no dejaron de acompañarla en el ruido.
Hoy descubriremos con estupor que fue vana nuestra esperanza de que la gentuza esa, la borracha y sus familiares, se hubiera ido. Teníamos la impresión de que lo habían hecho, porque algún comentario les oímos entonces sobre la intención de trastearse y a lo largo del año nunca más hubo ruido en esa casa. Pero no: como prescribe Murphy, indefectiblemente lo que está bien se daña y lo que está mal tiende a empeorar. En las últimas semanas hemos descubierto que aun sin la borracha y los suyos el barrio es de por sí estridente. Cada mañana nos despiertan muy temprano las palomas que infestan el techo. A mí suelen gustarme mucho, dado mi espíritu irracionalmente animalista, pero D ha empezado a odiarlas y hasta ha fantaseado con una masacre de plumas y piquitos tiernos. El celo de las palomas en nuestro tejado se mezcla después del amanecer con las proclamas a voz en cuello o vía megáfono de la horda de vendedores ambulantes que asolan estas calles con una variedad insólita de productos. No paran en todo el día los vendedores, no paran las palomas. Sumemos los carros. Los niños y las señoras que chillan. Y en la noche, sobre todo los fines de semana, la gama más grosera de gentuza: iguazos de variadas apariencias que arman fiestas para ellos solos pero con estruendo para el barrio entero. El neologismo ‘iguazo’ fue introducido a finales de los noventa por unos tipejos que hacían un programa de sátira social en la televisión y designa al sujeto basto que atraviesa todas las capas de nuestra nacionalidad. Los iguazos del barrio son unos posadolescentes que se parchan en la esquina a hablar duro y llevan un equipo portátil en el que ponen a todo taco lo que llaman ‘músicas urbanas’ (algarabía maluca); también la media docena de familias distribuidas con gran sentido de la estrategia en las cuadras alrededor de nosotros, quienes arman sus fiestas con otras músicas —despecho, salsa, vallenato, reguetón y sus horrendas derivaciones— cada vez que les da la gana, domingos a la medianoche incluidos; y la que yo más aborrezco, mi enemiga personal, una mocosa a la que no le he visto la cara pero que de sábado en sábado me arruina la tarde de lectura sacando a la ventana de su habitación un bafle gigantesco, como de pueblo costeño, y poniendo durante horas una mezcolanza de todos los ruidos inmundos que puede haber creado la mediocridad humana.
Las ocasiones del ruido se han densificado conforme avanza noviembre, mes lúgubre en otros tiempos y en los actuales una vulgar antesala de diciembre. A mitad del mes los muchachitos empezaron a salir a vacaciones y, como no hay forma de desterrarlos, lo que desde octubre venía estando mal se ha vuelto un tormento. Ruido. Ruido. Ruido. Tendremos que huir, D; salgamos por el planeta a destruir los templos del dios idiota al que se le ocurrió juntar en los latinoamericanos el gen de la alegría con el de la bulla.
Henos aquí, pues, aguardando la ceremonia más absurda que se ha inventado desde cuando comenzaron a inventarse las absurdas ceremonias de la navidad. Como estas, aquella surgió de un mito colectivo que al correr los años tomó forma de verdad en el corazón del vulgo. Se la denomina ‘la alborada’ (casi habría que escribirla ya en mayúsculas). Consiste en que a la medianoche del 30 de noviembre se lanza a la atmósfera de Medellín toda la pólvora del mundo. Los tontos creen que es una celebración de la llegada del mejor mes del año, pero ellos mismos saben que es en realidad una celebración de las tinieblas que habitan el lado más vil de nuestra conciencia. Se inició en el año 2003, a raíz de la falsa desmovilización de un grupo paramilitar (fingieron deponer las armas y obtuvieron mil indultos). El mandamás le ordenó al populacho recibir a los dizque desmovilizados con pólvora, pero no solo en el sector donde la mayor parte de ellos vivía, en las comunas del oriente, sino en la ciudad entera para demostrar que ellos seguían al mando. Y al mando siguen doce años después.
—Tratá de resemantizar la celebración —clama D, que creció durante diez alboradas con su hermano, contemplándolas emocionados desde la terraza de su casa y aprovechándolas para brindar por el amor de la familia y por la belleza de la vida. Meditaban ellos y se celebraban mientras la pólvora estallaba con un millón de encantos en el cielo.
D tiene la clarividencia de los que han estudiado mucho y bien, al punto que me sirve de faro en el brumoso mar de mi existencia. Sin embargo, me es difícil aceptar la pureza de su interpretación. Para mí, todo lo que tiene el origen innoble de nuestras guerras seguirá mancillándonos por siempre.
—Difícil —replico—. Por muy bonito que se vea el espectáculo, y es innegable que incluso es sobrecogedor, no se puede olvidar que en su origen hay muchas muertes, mucho dolor y demasiada infamia.
Existe entre nosotros cuando menos una generación de distancia. La mía empieza a envejecer y carga el fardo de haber sobrevivido a la época más aciaga de la ciudad; la suya creció con algo de luz en su destino. Por eso mi verticalidad, en contraste con su disposición a contemplar las virtudes de la alborada. Que las tiene, digo. Aquello de la pólvora que acompañó siempre las mejores noches de navidad en la niñez, la belleza de las luces multicolores que revientan por doquier y un cierto espíritu colectivo que se predispone a la alegría —así no sepa el porqué de tal alegría, alego yo: el sinsentido.
A las once pasadas nos asomamos a la ventana del estudio con el fin de ver cómo empieza a tremolar el ambiente. Entre las cosas buenas que tenemos aquí se halla la vista. Desde nuestras ventanas tenemos dominio sobre el occidente, norte y suroriente de esta ciudad que trepa por las montañas. Algunas lucecitas se elevan y revientan ya, regadas por el valle. Sin embargo, no es esto lo que capta su atención.
—Te tengo una mala noticia —informa. Su voz alarmada. De veras.
Sigo su mirada y la mía se posa con la suya muy cerca de donde estamos. Al otro lado de la calle, a unos veinte metros en diagonal, del lugar de donde desde hace rato proviene la batahola de las canciones que absurdamente identifican la temporada, unos niños y unos adultos igual de bullosos prenden una candelada justo en la acera de la borracha. Portan peroles y carnes varias y, se ve, ánimo para empezar la versión de diciembre que les gusta.
—¡Ay, ay, ay! —gimo—. O sea que esa gente no se ha ido de por aquí.
Niños. Muchos niños. Los de la familia de nuestra amiga y los muchísimos de la cuadra. Todos revolotean por la calle. Un signo del subdesarrollo, sin duda: nubes de niños igual de tóxicas que las nubes radiactivas. Pero, más letales que ellos, los adultos burdos que los crían y a los que acabarán emulando sin remedio. Esos que se autorizan a sí mismos a sacar la fiesta de sus malditas casas a costa de la tranquilidad a que todos tenemos derecho. Difícil, muy difícil, practicar la tolerancia con tales escorias.
—Tolerancia no significa aguantar que el otro haga lo que le dé la gana con vos.
—En la escuela Epifanio Mejía del barrio Aranjuez, donde estudié la primaria, la señorita Consuelo Gil de López, a quien con gusto le erigiría un monumento, nos enseñó la clave más elemental de la convivencia: la libertad de cada cual termina donde empieza la de los demás. ¿Por qué un mensaje tan sencillo, tan sabio a la vez y que se transmite a la totalidad de las mentecitas en formación, no es una de las premisas que guían el comportamiento general? ¿Por qué los niños de nuestra ciudad involucionan en la borracha y sus parientes que lavan inodoros wasp en Nueva York y aquí se creen los paracos de la cuadra?
D, para mí la libertad consiste en hacer lo de la muchacha del frente. Habita el tercer piso de la casa que está al otro lado de nuestro edificio y desde nuestra cocina dominamos la visual de su baño. Que sepamos, vive con el papá y la mamá y la visita con cierta regularidad un tipito que ha de ser su novio, su amante o cualquier cosa. Nunca le hemos oído siquiera la voz. A veces se les escabulle a los viejos, entra al baño, abre las dos alas de la ventanita y con la cabeza en dirección al cielo le da plones a un bareto, o hace el amor con el tipito. Cuando vemos esto nos apartamos de la ventana, de manera que pueda proceder a gusto. Para ser justos, de hecho la mayoría de nuestros vecinos habita el espacio con parecida discreción a la de la muchacha. En la medida en que ejerzan su existencia sin molestar, hasta los querremos. No hay mejores amigos que los que no existen.
—Ahí va el primer globo de este diciembre —anuncio. Le señalo una lucecita amarilla que se eleva en el cielo frío del nororiente. No hay estrellas.
—Qué hermoso y qué peligroso.
He ahí la dualidad trágica de seres como los globos de navidad. Son pedacitos de fuego envueltos en papel de china (aquí se le llama papel globo, precisamente) que la gente eleva en un lugar con la ilusión de que surquen el éter y lleven mensajes de buena voluntad a personas distantes. Uno los ve pasar a lo lejos y se emociona. El problema es que no siempre caen en lugar propicio para transmitir el mensaje y con frecuencia causan incendios. Así, igual que la pólvora, los globos acaban siendo señal de nuestra alegría insensata y egoísta, vacua, vana.
—Igual que este mes de diciembre, que los iguazos reciben como el mejor del año sin caer en cuenta de que todo en él carece de sustancia. ¿Qué celebramos? ¿El nacimiento de un individuo que tal vez ni siquiera existió y que en caso de haber existido nació fue en abril? Algo de fascinante tiene el asunto, hay que admitirlo: una ilusión colectiva que de tanto alimentarse acabó infectando la historia real. Así pues, porque el relato lo dijo, Cristo existió; nació en diciembre y dio origen a… Bueno, lo que somos. ¿Qué más celebramos? ¿El final y el comienzo del año? Otra ilusión, un artificio. Si de finales y comienzos hablamos, tendrían que fijarse en alguno de los equinoccios o de los solsticios, que sí marcan finales y comienzos en el periodo de traslación terrestre alrededor del sol…
Como percibe que estoy dispuesto a alargar la perorata, D toma la palabra para ilustrar:
—La verdad social es una usanza. La sociedad acontece en convenciones.
No hay estrellas, pero entre las nubes aparece con coquetería la luna menguante. Descubrimos que faltan menos de diez minutos para las doce porque en derredor, aquí y allá, y cerca y lejos, empieza a arreciar la pólvora. Luces, estallidos, fantasmas de humo. La ciudad encajonada entre las montañas sucumbe en un santiamén al hervor del alegre exhibicionismo. Este es el instante que los animalistas esperan con pánico: los pájaros y alimañas en los árboles, los animalitos callejeros y las mascotas en los hogares elevan sus niveles de estrés en proporción directa al bochinche. Visualmente espléndido y ética y estéticamente dudoso, el espectáculo de la alborada aplasta durante largos minutos a Medellín. Hay un momento en que emociona, sí. Es cuando descubrimos que, igual que la de nuestro estudio, las ventanas de las cuadras adyacentes están pobladas de gente que mira, oye; sombras retozan y se quieren en las azoteas. Todo el horror, pero también toda la gloria, de nuestro ser colectivo se volatiliza con estruendo en el aire. En ese momento todos en Medellín somos una sola ciudad. Pero dura poco. Minutos después, cuando el furor decae, de nuevo hay el estropicio de los bafles de pueblo costeño. Miramos a Lucrecia, la gata a la que pertenecemos, que ha estado parada todo este tiempo en la mitad del estudio sin alterarse pero sin tampoco mostrar signos de entusiasmo. Entonces, a unas diez cuadras al noroccidente, hermosos fuegos pirotécnicos explotan como una supernova que opaca al resto de la galaxia. Es el vecino barrio Antioquia, nido de expendedores de droga. Los narcotraficantes —colijo, pero pueden también ser inofensivos líderes comunitarios— prolongan otro cuarto de hora la ensoñación.
—Cuántos millones quemados en pocos minutos —reflexiona D.
—Y cuántos niños. Mañana lo veremos en las noticias.
Retomamos la conversación:
—Otro globo —le muestro—. El quinto de la noche.
—Qué hermoso y qué peligroso.
Y la luna, sí, coqueta. Es el calificativo que mejor le cuadra a ese simpático satélite que juega con las nubes.
Apenas se les acaban los fuegos pirotécnicos, los del barrio Antioquia arrecian con el alboroto de sus armas. Revólveres y ametralladoras se disparan —al aire, espero— en señal de prolongación del regocijo inmenso que embarga a los narcos. Tengo que explicárselo a D, cuya alma pacífica no sabe distinguir entre pirotecnia y balas.
—Qué armada está la ciudad —se alarma.
—Pues te confieso que yo a veces quisiera estar igual de armado y aprovechar la vista privilegiada que tenemos aquí para descerebrar a unas cuantas bestias de esas.
—¿De qué te serviría? ¿Acaso nunca viste CSI Las Vegas?
—Tenés razón —admito—. Hasta un estudiante de criminalística de la Universidad de Medellín descubriría con un mínimo de análisis de dónde proceden las balas que le hicieron ese favor a la ciudad.
—En todo caso, qué vamos a matar nosotros a nadie. Somos la clase de gente que se aguanta todos los abusos porque no cree en la violencia.
—Eso somos, qué rabia.
Resumimos nuestra impotencia en esta exhortación:
—Mejor cerremos la ventana, pa que no veamos más a esta chusma hijueputa.
            Nos abrazamos de costado. Baja la cortina. Aunque el furor ha decaído, aún estallan voladores en diversos puntos de la ciudad. Seguirán estallando en la mañana, cuando nos levantemos.
            En el apartamento quedamos nosotros, la gata, las plantas y el ruido, el inevitable ruido de la gentuza que celebra la llegada del mes más insufrible del año.
            —¿Estás bien? —le pregunto al rato.
—Estoy meditando. Para mí se acaba el año en este momento. El resto del mes es el comienzo del otro año.
—Ya veo. Los propósitos y todo eso del 31, pero un mes antes. Por la alborada; qué bonito ritual.
—¿Y vos? ¿Estás bien?
—Estoy triste.
—¿Por qué estás triste?
—Porque la borracha no se ha muerto ni se ha ido.
Pienso, sin embargo, que la pobre mujer ha de ser una esmerada trabajadora que a lo largo del año se mata por mantener a los suyos y todo eso, hasta viuda será, el tipo de persona que me genera simpatía porque hijo de una viuda trabajadora y sacrificada soy yo mismo. Lo más seguro es que ni siquiera sea una borracha, que apenas se pase un poquito de copas y repelencia en ciertas celebraciones, y en todo caso si lo es a mí me tiene sin cuidado. La resemantizo. Pero no me dura la empatía, pues, como si fuera la mala literatura y no la vida quien dicta los acontecimientos aquí relatados, por encima de la música supérstite se levanta de pronto una voz gangosa, gritona, vulgar.
—¡No puede ser! —exclamo.
Vuelo a la ventana de la cocina, levanto la cortina y descubro con pánico que es cierto, que no se ha muerto ni se ha ido. A veinte o menos metros de distancia en diagonal, en el único balcón iluminado de la cuadra, un manatí deforme se retuerce en un sillón y habla por celular. Sus gruñidos compiten con la estridencia de la música para que los distingamos sus familiares en Nueva York y sus vecinos en la cuadra. Sí, es ella. Igual que Jesucristo, la borracha salió del relato y se impuso a la historia y hela aquí, allí no más, ofreciéndoles cuidado, protección y fiesta a los que vendrán a pasar con ella las fechas en que la gente se ama con todo el corazón.
Algo comenta D. El estupor me nubla la memoria. Me prefiguro las sillas en la calle, la carpa, el asador y los bafles enormes que sonarán tantas veces en este mes cuyos primeros minutos son ya una pesadilla. 
            —Esperate, yo le tomo una foto. No saldrá buena, pero quiero tener el recuerdo. ¡Huy, qué susto que me pille y me insulte!
            Disparo varias veces la cámara de su celular. Vemos las fotografías, deficientes debido a la prisa con que se tomaron. Mi ánimo decae.
            —He tomado una decisión radical —anuncio.
            —A ver.
            —Cuando me muera, le voy a exigir a Dios que en mi próxima encarnación no me haga volver como humano.
            —¿Y qué querés ser?
            —Una piedra del camino. Salir disparado desde el interior de un volcán y antes de caer al suelo descalabrar a un pastor cristiano; estar ahí durante milenios y que después alguien me coja y me use para destortillarle la cocorota a un encapuchado de asamblea estudiantil y luego a un policía antimotines, y así: pasarme la vida de tusta en tusta golpeando gente ruin. Que un tipito como nosotros me lance desde un quinto piso contra la cabezota de un organizador de fiesta barrial y le rompa las ganas de esparcir el espíritu navideño.
            Se lo piensa un momento. Sonríe con un gruñido.
            —Mmm… ¿Qué es la cocorota?
            —La cabeza. Así se le decía en mis tiempos; está en el diccionario y todo.
            —Pues yo creí que tus tiempos eran estos. Je.
            —Je.

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